martes, 18 de mayo de 2010

मार्क्स-वेबर-Durkheim

Los usos del poder: Marx
La concepción de Marx acerca del poder en la sociedad difiere en absoluto de la de Tocqueville en los aspectos importantes. No hay mejor forma de señalar este contraste que la siguiente: mientras la filosofía de Tocqueville puede resumirse como la antítesis de las cuatro fases del poder revolucionario antes descriptas -el totalismo, la masa, la centralización y la racionalización- la de Marx es su consecuencia directa y conceptual. Marx compartía plenamente el odio de los intelectuales jacobinos por la sociedad tradicional, su desconfianza frente al pluralismo y el localismo, y su repudio de la libertad de asociación. También hizo suya la fe jacobina en la voluntad popular, y en la sedicente extinción del poder luego de cierto plazo, una vez que hubieran desaparecido los grupos de status tradicionales de la sociedad. El pasaje siguiente resulta ilustrativo: «Cuando en el curso de la evolución, hayan desaparecido las diferencias de clases y toda la producción se concentre en manos de la vasta asociación de la nación en su conjunto, el poder público perderá su carácter político. El poder
48 Democracy in America, 11, pág. 118.
49 Ibíd., 11, pág. 108.
50 Ibíd., II, pág. 110.
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político propiamente dicho no es más que el poder organizado de una clase para la opresión de otra.» 51
Esto es, por supuesto, puro Rousseau, puro Saint-Just. A pesar de figurar en el Manifiesto Comunista no constituye un mero llamado a la acción, ni un vuelo pasajero de fantasía táctica: refleja todo lo que es crucial en la concepción marxista, y es tan cierto en el Marx «filosófico» de los comienzos como en el Marx posterior, «histórico». Desde La cuestión judía, pasando por el Manifiesto y Las luchas de clases en Francia hasta sus últimas cartas, hay en Marx un concepto del poder tan opuesto al de Tocqueville -y también en gran medida a los de Tönnies, Weber y Durkheim como congruente con lo que encontramos en el Discurso sobre la economía política, de Rousseau, o en algunos de los decretos del Comité de Salvación Pública. Esa concepción nos llevaría a la indiferencia filosófica frente a las consecuencias a largo plazo del empleo de las técnicas del poder en una revolución. Pues si los hombres están convencidos de la desaparición inevitable del poder, una vez dadas las correspondientes condiciones económicas y sociales, ¿por qué no emplear durante la revolución y en el período inmediato posterior todas las técnicas posibles de centralización y consolidación del poder? Y, si el poder político es en realidad mero reflejo de una clase dominante en una sociedad dividida en clases, ¿cómo puede haber problema de poder en una sociedad cuyas distinciones de clases (y todas las demás distinciones sociales) han sido niveladas? Engels se limitó a reformular la opinión de Marx sobre esta cuestión, al escribir, refiriéndose al estado: «Cuando llega por fin a ser el representante efectivo de toda la sociedad, se vuelve superfluo. Tan pronto deje de existir toda clase social a la cual oprimir... el estado dejará de ser necesario. El primer acto en virtud del cual el estado se constituye realmente en representante de toda la sociedad -la toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad- es, al mismo tiempo, su último acto independiente como estado. La interferencia estatal en las relaciones sociales se torna superflua y se extingue a sí misma en un terreno tras otro; el gobierno de personas es reemplazado por la administración de las cosas, y por la dirección del

51 Basic Writings, op. cit., pág. 29.
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proceso de producción. El estado no es "abolido": muere.» 52 La línea divisoria entre las concepciones del estado de Tocqueville y Marx no podría ser mejor trazada que en este pasaje de Engels. Es la concepción que aún hoy está en la base de la indiferencia casi total (tanto de los intelectuales como de los funcionarios) de las naciones y movimientos marxistas respecto de los problemas de la burocracia, la centralización y la mecanización política que han demostrado ser en todos los otros medios, preocupaciones capitales de las mentalidades liberales del siglo XX. Las divergencias entre Marx y Tocqueville pueden reducirse a esto: para Tocqueville el poder político debe siempre provocar mayores amenazas en las sociedades más individualizadas -es decir, atomizadas y niveladas-; para Marx el mayor -y en realidad el único- peligro lo presentan las sociedades caracterizadas por lo contrario: donde son más fuertes las clases y otras pautas de diferenciación social. Tocqueville opinaba que había más libertad personal bajo la aristocracia que bajo la democracia, donde la opinión pública se vuelve, a su juicio, más despótica que la Inquisición medieval. Para Marx no había libertad real bajo la aristocracia: el carácter específico del desarrollo político moderno consiste en que el estado, especialmente en su forma democrática, representa el comienzo de una emancipación humana que solo será completa después de la revolución socialista. Entonces, y solo entonces, conocerán los hombres la libertad. Para Tocqueville, el poder político es, al mismo tiempo, una causa de alienación, por medio de su penetración en las comunidades de pertenencia que constituyen la sociedad, y un refugio de la alienación; es decir, en la democracia, se convierte cada vez más en una fortaleza para eludir los males y las frustraciones de la sociedad civil. Para Marx el poder político es alienación, en el particular sentido marxista del término, que abarca la propiedad, la clase y la religión. La alienación y el poder político concluirán en forma simultánea cuando el hombre llegue, bajo el socialismo, a la emancipación plena de todas las limitaciones. «La emancipación política significa reducir al hombre a miembro de la sociedad civil, a un individuo independiente y egoísta, por una parte, y a ciudadano, a persona moral, por la otra. La emancipación humana será completa únicamente

52 Ibíd., pág. 106.
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cuando el individuo real absorba en sí mismo al ciudadano abstracto; cuando, como hombre individual, en su vida cotidiana, en su trabajo y en sus relaciones, llegue a ser un ser de la especie; y cuando haya reconocido y organizado sus propios poderes (forces propres) como poderes sociales, de modo que ya no separe su poder social de sí mismo como poder político.53 Este pasaje ha sido tomado del final de La cuestión judía de Marx; en este ensayo, escrito cinco años antes que el Manifiesto, es donde mejor se puede aprehender la esencia del concepto marxista de la naturaleza y el rol del poder político en la historia europea. Como tantas de sus obras breves, su objetivo era refutar la tesis de otro filósofo: en este caso, el alegato de Bruno Bauer en pro de la emancipación de los judíos y su ascenso a la participación política corno tales. Para Marx esa emancipación y elevación eran quiméricas. Bauer, pensaba, no comprendía la naturaleza histórica del estado europeo y su vínculo con la religión. La respuesta de Marx forma parte de una revisión magistral del vínculo del estado con todas las formas de participación civil en cuerpos colectivos, incluida la religión entre las formas de participación económica, social y cultural. La esencia de la polémica, que no debe detenernos aquí, es que no puede haber cuerpo colectivo judío en el estado por la simple razón de que no puede haber cuerpo colectivo cristiano en el estado.
0 sea, la idea misma de estado se postula sobre la base de la esterilización de las identidades religiosas en favor de la ciudadanía. Si se afirma como fundamental la condición de judío (o de cristiano), no puede haber ciudadanía propiamente dicha, pues la idea de ciudadanía política surgió en función de la emancipación del hombre de sus identidades prepolíticas. El conflicto entre la sociedad civil y el estado es lo que llamó la atención de Marx. Tocqueville también vio este conflicto, como ya hemos observado, pero en términos totalmente diferentes. Para Marx la influencia decisiva no es la del estado, sino la de la sociedad civil, con sus diversas combinaciones de egoísmo materialista y formas de alienación. El estado ofrece al hombre (y aquí encontrarnos otra vez un sólido substrato rousseauniano) una visión de la comunidad que contrasta con todo lo que representa la so-

53 Early Writings, op. cit., pág. 31.
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ciedad civil. «Donde el estado político ha alcanzado su pleno desarrollo, el hombre vive una existencia doble, no solo en el pensamiento y en la conciencia, sino en la realidad: una existencia celestial y terrenal. Vive en la comunidad política, donde se considera a sí mismo un ser comunitario, y en la sociedad civil, donde actúa simplemente como individuo privado, trata a los otros hombres como instrumentos, desciende al rol de mero instrumento y se transforma en juguete de potencias extrañas.» 54 Así, en el puro terreno moral, es imposible que los miembros de una religión sean, como tales, miembros del estado, de la comunidad política. «El conflicto en que el individuo se encuentra por profesar una religión particular, en relación a su propia condición de ciudadano, y en relación a los otros hombres como miembros de la comunidad, podría resolverse dentro del cisma secular entre el estado político y la sociedad civil.» La diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es exactamente la misma que existe «entre el tendero y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano entre el terrateniente y el ciudadano, o entre el individuo y el ciudadano».55 En síntesis, lo que Marx, como Rousseau, quiso destacar es la tensión revolucionaria entre la ciudadanía y la pertenencia a la sociedad civil. La ciudadanía política no era sin duda para él, como lo era para Rousseau, la respuesta final, pues representa una forma de alienación en sí misma. Pero cuando leemos este ensayo no podemos dejar de pensar que en alguna medida Marx deduce del ideal político de ciudadanía -identidad que adquiere el hombre mediante su emancipación legal y conceptual de otras identidades de status- algo (quizás un modelo) de su visión apocalíptica de la emancipación «humana» final, donde el hombre se verá liberado de sus identidades políticas, tanto como de todas las identidades económicas, religiosas y sociales. «La emancipación política representa ciertamente un gran progreso», escribe Marx. «No es, en verdad, la forma final de emancipación humana, pero es la forma final de emancipación dentro del marco del orden que hoy prevalece. No hace falta decir que hablamos aquí de una emancipación real y concreta. 56

54 Ibíd., pág. 13.
55 Ibíd., pág. 14.
56 Ibíd., pág. 15.
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Marx exhibe perspicacia en sus escritos acerca del estado y su función en la historia europea. El hombre europeo, nos dice, se ha emancipado políticamente de la religión «desplazándola de la esfera de la ley pública, a la de la ley privada». Después de haber formado parte de la estructura del estado, la religión se convierte mediante acontecimientos tales como la Reforma y el advenimiento del nacionalismo, en parte de la sociedad civil únicamente. «Se ha transformado en el espíritu de la sociedad civil, del egoísmo y su esfera y del bellum omnium contra omnes. Ya no es la esencia de la comunidad, sino la esencia de la diferenciación. »57 Este pasaje nos suministra la clave para entender el concepto marxista de la sociedad civil: liza de tiranías económicas, religiosas y sociales a las que el hombre sigue sujeto. A diferencia de Hegel, que veía en la sociedad civil -la familia, la clase y la comunidad local- el complemento necesario del estado, Marx ve en ella solo la fragmentación y la alienación de donde alguna vez habrá que sacar al hombre. Comparte la repugnancia de Rousseau por todo lo que acentúa la identidad particular y diferenciada del hombre, y el amor de Rousseau por todo lo que destaca al hombre en su identidad comunitaria, o como Marx la llama, en su identidad de «especie». En estos términos Marx se burla de la insistencia de la escuela de la ley natural sobre los derechos individuales, precisamente como lo había hecho Rousseau, quien en El contrato social había declarado que una vez que el hombre ingresara en una verdadera comunidad política renunciaría a todos sus derechos individuales y adquiriría otros, basados sobre su participación como ciudadano. «Ninguno de los supuestos derechos del hombre -escribe Marx-, va más allá del hombre egoísta, el hombre tal cual es, como miembro de una sociedad civil: es decir, como individuo separado de la comunidad, encerrado en sí mismo, preocupado por entero por sus intereses particulares y actuando según su capricho personal.»58 En La sagrada familia vuelve sobre este punto: «Hemos demostrado que el reconocimiento de los derechos del hombre por parte del estado moderno tiene apenas la misma significación que el reconocimiento de la esclavitud por parte del estado en la antigüedad. La base del estado antiguo era la esclavitud; la base del estado moderno es la sociedad civil y el individuo

57 Ibíd., pág. 15.
58 Ibíd., pág. 26.
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de la sociedad civil; es decir, el individuo independiente, cuyo único lazo con otros individuos es el interés privado y la necesidad inconsciente y natural, esclavo del trabajo asalariado, así como de sus propias necesidades egoístas y de las de los demás.»59 Dondequiera que aparece el estado como tipo histórico tiene que haber conflicto entre él y los elementos religiosos y económicos de la sociedad civil. «En los períodos en que el estado político como tal surge violentamente en la sociedad civil, y cuando los hombres procuran liberarse mediante la emancipación política, el estado puede -y debe- ciertamente abolir y destruir la religión; pero solo de la misma manera como procede a destruir la propiedad privada, mediante la declaración de un máximo, la confiscación o el impuesto progresivo, o con el método que utiliza para abolir la vida: mediante la guillotina. Cuando el estado tiene máxima conciencia de sí mismo, la vida política procura ahogar sus propios requisitos -la sociedad civil y sus elementos- y establecerse como vida de la especie, genuina y armónica, del hombre. Pero solo puede alcanzar esta meta colocándose en violenta contradicción con sus propias condiciones de existencia, mediante la declaración de una revolución permanente. » 60 Después de haber leído este pasaje no hace falta buscar influencias tácticas extrañas, para explicar la preocupación creciente de Marx por el poder político y el uso del poder en la desintegración de los restantes centros de privilegios y jerarquía de la sociedad, y para formar una asociación general dentro de la cual los individuos, no los grupos ni las clases, llegaran a ser los elementos de la organización política. Si de Hegel tomó su sentido de la función histórica del estado en Europa, de Rousseau (que había influido sobre Hegel, por supuesto) heredó la concepción del estado como estructura que descansaba sobre lealtades y devociones directas de los individuos, liberado cada uno de ellos de lealtades antagónicas. Como Rousseau, Marx pudo combinar en un solo pasaje elementos rigurosamente analíticos y milenaristas. Las funciones individualizadoras del estado histórico y su relación

59 Selected Writings in Sociology and Social Philosophy, trad. de T. B. Bottomore; T. B. Bottomore y Maximilien Rubel comps., Nueva York: McGraw-Hill Book Company, 1956, pág, 218.
60 Early Writings, pág. 16.
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con la sociedad feudal sirvieron a ambos admirablemente de marco de especulación sobre el futuro. La imprecación de Rousseau, según la cual dentro de la voluntad general y su asociación exclusiva los individuos se alejarían de la manera más completa posible de relaciones antagónicas -lo cual los obligaría a alcanzar sus individualidades- se refleja en el siguiente pasaje de Marx acerca del tema de la sociedad futura: «La religión, la familia, el estado, la ley, la moralidad, la ciencia, el arte, etc., son solo formas particulares de producción y obedecen a su ley general. La abolición positiva de la propiedad privada, como la apropiación de la vida humana, es así la abolición positiva de toda alienación, y el retorno del hombre, desde la religión, la familia, el estado, etc., a su vida humana: es decir su vida social.» 61 En Marx, al igual que en Rousseau, siempre hay implícita una concepción del hombre según la cual éste contiene naturalmente dentro de sí sentimientos y facultades que, a través de la evolución social, le han sido enajenados y pasaron a instituciones externas que lo esclavizan. La revolución es el único medio para poner fin a esta alienación y devolver al hombre esas facultades. De ahí la función política vital que desempeña la revolución en el pensamiento de Marx. «El aspecto político de una revolución consiste en el movimiento de las clases sin influencia política para poner fin a su exclusión de la vida política y el poder. Su punto de vista es el del estado, un todo abstracto que solo existe en virtud de su separación de la vida real, e inconcebible sin la oposición organizada entre la idea universal y la existencia individual del hombre. Las revoluciones de tipo político organizan también, en consecuencia, de acuerdo con este concepto estrecho e incongruente, un grupo dirigente dentro de la sociedad, a expensas de esta última. »62 Después de esto viene un párrafo clave, que amplía la visión analítica convirtiéndola en una esperanza mesiánica: la esperanza, por primera vez en la historia, del fin de la omnipresencia del poder político. «La revolución en general -el derrocamiento del poder gobernante y la disolución de las relaciones sociales existentes- es un acto político. El socialismo no puede desarrollarse sin revolución; necesita este acto político de la misma manera que requiere el de-

61 Selected Writings, pág. 244.
62 Ibíd., págs. 237 y sigs.
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rrocamiento y la disolución. Pero tan pronto comienza su actividad organizativa, tan pronto se manifiesta su propósito y espíritu, se quita esta capa política.»63 La última oración es, por supuesto, crucial. El trozo fue escrito cinco años antes que apareciera el Manifiesto, y en muchos aspectos esa oración es la más importante que redactara Marx en lo que a la política futura del socialismo se refiere. En ella hallamos la simiente del mito que autorizó a varias generaciones de intelectuales marxistas combinar sin dificultades ni conflictos mentales los programas de usurpación despiadada y centralización absoluta del poder político, junto a la confianza fanática en que una vez implantada la soberanía moral del espíritu y los propósitos del socialismo, el poder político, en el sentido existencial, desaparecería. No sin razón calificó Lenin a los bolcheviques de «jacobinos de la democracia social contemporánea». De la misma manera que el poder organizado de la Revolución Francesa sirvió de modelo a los marxistas para afirmar el necesario totalismo del poder revolucionario, de la atomización de las autoridades tradicionales y de la racionalización y generalización del poder político revolucionario, también sirvió de modelo a la centralización. Marx y Engels nunca dudaron que esta última sería crucial para alcanzar los objetivos socialistas en las primeras etapas de la revolución. Marx admiraba la centralización de la Revolución Francesa que, «como, una escoba gigantesca», barrió sin dejar rastros el localismo, el pluralismo y el comunitarismo de la sociedad tradicional. «El poder del estado centralizado -escribió, con palabras que recuerdan a Tocqueville, al comienzo de una de sus obras-, con sus órganos ubicuos y permanentes del ejército, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura --órganos forjados siguiendo el plan de una división sistemática y jerárquica del trabajo- tuvo sus orígenes en la época de la monarquía absoluta, cuando sirvió a la naciente clase media como arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. No obstante, su desarrollo fue estorbado por mil formas de remanentes medievales, derechos de señores, privilegios locales, monopolios de los municipios y gremios y constituciones provinciales. La escoba gigantesca de la Revolución Francesa barrió en el siglo XVIII todas estas reliquias de tiempos idos, y despejó así

63 Ibíd., pág. 238.
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al mismo tiempo el suelo social de los últimos obstáculos que se oponían a la erección del estado moderno, superestructura levantada durante el Primer Imperio. . . »64 Marx coincidía asimismo con Tocqueville en su apreciación de Napoleón. Según él, Napoleón comprendió con claridad la naturaleza del estado moderno y representa la última contienda del terrorismo revolucionario contra la sociedad civil y su política, que había comenzado la Revolución. Sin embargo, Napoleón «practicó el terrorismo sustituyendo la revolución permanente por la guerra permanente». Marx tiene clara comprensión táctica de los pasos dados por Napoleón para nacionalizar, monopolizar y centralizar la vida económica e intelectual de Francia. Y a no dudarlo tuvo presente el modelo de la centralización jacobina y napoleónica cuando en el Manifiesto Comunista detalló, junto con Engels, los pasos que sería necesario dar como parte de la revolución «en los países más adelantados». Estos incluían la centralización de la banca y el crédito; la estatización de los medios de comunicación y de transporte; la ampliación de las fábricas y otras instalaciones productivas de propiedad del estado; el establecimiento de ejércitos industriales, etc.> 65 Marx fue capaz de formular juicios muy elaborados acerca del papel de la burocracia en el desarrollo del gobierno europeo. «Este poder ejecutivo, con su monstruosa organización burocrática y militar, con su artificial maquinaria estatal abarcando amplios estratos, con una multitud de funcionarios que alcanza a medio millón, además del medio millón de individuos que componen el ejército; este asombroso crecimiento parasitario, que traba como con una red al organismo de la sociedad francesa y le cierra todos los poros, surgió en los días de la monarquía absoluta, con la decadencia del sistema feudal, que él ayudó a precipitar. Los privilegios señoriales de los terratenientes y las ciudades se transformaron en otros tantos atributos del poder del estado

64 Basic Writings, pág. 363.
65 Ibíd., págs. 28 y sigs. La captación de Marx de l’idée napoléonienne, aunque limitada por su perspectiva estrictamente económica, y por ende menos reveladora que lo que Michels habría de escribir una generación más tarde, es, no obstante, sagaz. Para Marx la idea napoleónica presenta en realidad cuatro aspectos: 1) la esclavización del campesino so capa de su liberación; 2) gobierno fuerte e ilimitado para mantener a raya al proletariado urbano;
3) una burocracia servil y numerosa», y 4) dominación del clero como instrumento de gobierno. Véase Basic Writings, págs. 341-44
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los dignatarios feudales, en funcionarios pagos; y el abigarrado esquema de antagónicos poderes plenarios medievales, en un esquema regulado de autoridad estatal, cuya labor está dividida y centralizada como en una fábrica. La primera Revolución Francesa, cuya faena fue quebrar todos los poderes independientes locales, territoriales, urbanos y provinciales, para crear la unidad burguesa de la nación, estaba destinada a dar ímpetu a lo que la monarquía absoluta había comenzado: la centralización, pero al mismo tiempo la ampliación, los atributos y los agentes de la autoridad gubernamental. Napoleón perfeccionó esta maquinaria estatal.> 66 Tocqueville no lo hubiera expresado mejor. Estas palabras fueron escritas en 1852, diecisiete años después de la publicación de La democracia en América, tres años antes de aparecer el estudio de Tocqueville sobre el antiguo régimen. Pero allí termina la cuestión. Parece haber preocupado poco a Marx que el socialismo pudiera tener sus propios problemas de burocracia, a la luz del poder político centralizado que habría de asumir, según prescribía el Manifiesto Comunista. De la misma manera que el poder político pierde su carácter político una vez destruida la clase capitalista, la administración gubernamental perdería presumiblemente su naturaleza burocrática. Lenin debió haber sentido que compartía la opinión de Marx sobre estas cuestiones cuando escribió, refiriéndose a la administración socialista: «La contabilidad y el control necesarios para esto han sido simplificados por el capitalismo hasta un punto máximo, transformándose en tareas extraordinariamente simples, como son observar, registrar y emitir recibos, tareas al alcance de cualquiera que sepa leer y escribir y conozca las cuatro operaciones aritméticas... Cuando casi todas las funciones del estado se reducen a esta contabilidad y control a cargo de los propios trabajadores, deja de ser un estado "político". Las funciones públicas se convierten, de funciones políticas, en simples funciones administrativas... Toda la sociedad se habrá convertido en una oficina y una fábrica, con igual trabajo e igual paga.»67 Pese a la indiferencia de Marx y Engels por todos los problemas del poder político que pudieran aparecer dentro de

66 Ibíd., págs. 336 y sigs.
67 The State and Revolution, Nueva York: Vanguard Press, 1929, pág. 205.
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una sociedad sin clases, tuvieron -como Bentham antes que ellos- una concepción bastante bien desarrollada de la fábrica como personificación de la autoridad social dentro del industrialismo. En un ensayo escrito en 1874, «Acerca de la autoridad», Engels manifiesta su desdén por la esperanza anarquista de que cese toda autoridad una vez derribado el capitalismo. Lejos de todo nirvana de cese de autoridad -nos dice Engels-, habrá, tiene que haber, en el socialismo el tipo de autoridad permanente propio de las disciplinas tecnológicas y de la fábrica de gran escala. Al referirse al trabajo futuro en el régimen socialista, Engels se muestra enfático. «Todos estos obreros, hombres, mujeres y niños, están obligados a comenzar y terminar sus tareas a las horas fijadas por la autoridad del equipo, a quien nada le interesa la autonomía individual... La voluntad de cada individuo siempre deberá subordinarse, lo que significa que las cuestiones tienen un planteo autoritario. Las máquinas automáticas de una gran fábrica son mucho más despóticas de cuanto hayan sido los pequeños capitalistas que emplean obreros. Al menos en lo que respecta a las horas de trabajo, cabría escribir sobre los portales de estas fábricas: Lasciate ogni autonomia, voi che entrate. Si el hombre, por su conocimiento y su genio inventivo ha logrado subyugar las fuerzas de la naturaleza, éstas se vengan de él sometiéndolo, en la medida que él las utiliza, a un verdadero despotismo, independiente de toda organización social. Querer abolir la autoridad en la industria de gran escala equivale a querer abolir la industria misma: destruir el telar mecánico para volver a la rueca.»68 Es bastante evidente que Engels tenía poco de utópico o de romántico, y aun cuando sus palabras no encarnaran de manera total las opiniones de Marx sobre el terna, corresponden sin duda a la corriente principal de la tradición marxista, que habría de alcanzar su culminación en Rusia en
1919. Y no faltan en verdad razones para suponer que reflejaban sustancialmente tales opiniones, pues Marx nunca las repudió, y en todo caso se ajustan a lo que proclamara incansablemente desde los primeros años, a saber: la historia es lo que determina, en la matriz de cada etapa del desarrollo, los verdaderos perfiles y la verdadera esencia de la etapa siguiente. Para Marx la gloria del capitalismo residía en el

68 Basic Writings, pág. 483.
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sistema industrial y tecnológico nacido dentro de él. El capitalismo, como conjunto de relaciones sociales, desaparecería junto con el poder político, pero no la industria de gran escala, ni la tecnología, ni las disciplinas que a ellas contribuyen.

La racionalización de la autoridad: Weber
El contraste entre la sociedad tradicional y la moderna constituye para Weber, como para Tocqueville o Marx, la base esencial de su teoría del poder. En términos morales, entre Weber y Marx hay la misma distancia que existe entre Marx y Tocqueville. Weber es más pesimista que Tocqueville, si cabe, respecto del futuro del poder político occidental. Los elementos esenciales de su análisis histórico del poder político tienen su prototipo en el examen de la afinidad entre el igualitarismo social y la centralización del poder político que efectuara Tocqueville. Casi en la misma medida que el principio de igualdad sirvió a los propósitos de este último, el de racionalización sirvió a los propósitos de aquél. Ambos asignan una significación histórica dinámica, y aun causal, a un único aspecto dominante del modernismo. Lo que Tocqueville califica de «aristocrático» es tildado por Weber de «tradicional». Sin embargo, Weber otorga a los elementos capitales de su
teoría del poder un grado de universalidad, una generalidad de aplicación sociológica que no encontramos en Tocqueville. El enfoque de la autoridad de Tocqueville carece de un objetivo taxonómico deliberado; tampoco se esfuerza por extraer de los materiales concretos de la sociedad occidental europea o norteamericana, perspectivas de análisis aptas para la clarificación del mundo antiguo o de las sociedades no occidentales. A todas luces, Tocqueville empleó a veces lo concreto como base para reflexiones de aplicación abstracta y universal; pero esto es muy diferente del esfuerzo científico que realizara intencionadamente Weber a fin de formular conceptos utilizables en el estudio de la sociedad, con independencia de la época o lugar. Su éxito en este sentido está atestiguado por la incorporación casi universal de sus categorías fundamentales en los trabajos contemporáneos. No es exagerado decir que las categorías que él utilizara para explicar la historia de la autoridad y
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el poder cn Occidente son el punto de partida del conjunto de investigaciones actuales sobre las organizaciones formales de gran escala y sobre la transición de las naciones nuevas no occidentales, de los gobiernos de tipo tradicional a los gobiernos de tipo moderno. Y en cuanto a su análisis de la burocracia -que incluye la función que ésta desempeña en las esferas no gubernamentales de la sociedad y la cultura-, no solo es el punto de partida de los estudios actuales, sino, salvo rarísimas excepciones, su punto culminante. Nadie ha agregado todavía a la teoría (visión sería la palabra más precisa) de Weber, sobre la burocracia, elemento teórica alguno que no estuviera, al menos implícitamente, en sus formulaciones. Comencemos con los tres tipos de dominación» que encuentra Weber, en mayor o menor grado, en todas las sociedades: la tradicional, la racional y la carismática. A los fines del análisis las dos primeras son las más importantes en la sociología de la autoridad. La tercera, la carismática, solo se presenta en la historia en forma pura -según Weber- durante breves lapsos; su destino es convertirse, casi de inmediato, en la forma tradicional o la racional. Veremos esto brevemente, pues creo que el lugar más adecuado para un examen detenido de lo carismático es el capítulo sobre lo sacro-religioso. Tradicional. «Un sistema de coordinación imperativa será denominado "tradicional" cuando se sostiene y se cree en su legitimidad sobre la base de la santidad del orden, y de los consiguientes poderes de control, tal como fueron recibidos del pasado (tal como "existieron desde siempre"). La persona o personas que ejercen la autoridad son designadas de acuerdo con leyes transmitidas por tradición. El objeto de obediencia es la autoridad personal del individuo, que la disfruta en virtud de su posición tradicional. El grupo organizado que ejerce la autoridad se basa primariamente, en el caso más simple, sobre relaciones de lealtad personal cultivadas mediante un proceso común de educación.» 69 La autoridad tradicional obtiene así su legitimidad, no de la razón o de la ley abstracta, sino de sus raíces en la creencia de que es antigua; de que contiene una sabiduría inherente e inexpugnable, que va más allá de toda razón individual.

69 The Theory of Social and Economic Organization, op. cit., pág. 341.
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Su esencia social es la relación personal directa entre aquellos que la experimentan: el maestro y el discípulo, el siervo y el amo, el líder religioso y el prosélito, etc. En ese sistema no hay una diferenciación clara entre autoridad «política» y «moral». La autoridad del rey es, ante todo, personal, no territorial, y se ejerce a través de la mediación de una escala de otros dirigentes -duques, condes, etc.-, todos los cuales mantienen con sus propios vasallos un vínculo comparable al del rey con ellos. El «aparato» apropiado para ese sistema consiste, o bien en partidarios personales -funcionarios domésticos, parientes, favoritos- o en vasallos leales y señores tributarios. Para Weber, como para todos los demás sociólogos el modelo esencial de autoridad tradicional fue la Edad Media.
Autoridad racional. Es de un tipo sumamente distinto. Se caracteriza por la burocracia, por la racionalización de las relaciones personales que constituyen la sustancia de la sociedad tradicional. Existe dominación legal en una sociedad cuando «el sistema de leyes, aplicadas judicial y administrativamente de acuerdo con principios determinables, vale para todos los miembros del grupo social».70 Aunque esta forma de autoridad no es igualitaria -tiene sus propios estratos de funciones y responsabilidades- no puede dejar de apoyar la igualdad, que falta en el orden tradicional. Todos son iguales ante la norma que los gobierna específicamente. Son más importantes las normas que las personas o las costumbres. La organización es suprema y, por su misma naturaleza, propende hacia una racionalización creciente mediante la reducción de la influencia del parentesco, la amistad o los demás factores, incluso el dinero, que tanto influyen sobre el sistema tradicional. La función, la autoridad, la jerarquía y la obediencia están presentes aquí como en el orden tradicional, pero se las concibe como fruto exclusivo de la aplicación de la razón organizativa.
Autoridad carismática. Es la ejercida por el individuo capaz de demostrar mediante la revelación, las potencias mágicas, o simplemente por una ilimitada atracción personal, que posee carisma, una fuerza singular de mando que supera, a los ojos del pueblo, todo lo legado por la tradición o la ley. El liderazgo carismático, sea en la reli-

70 Ibíd., págs. 333 y sigs.
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gión o en la política, casi siempre implica, en algún punto clave de su arribo, un golpe espectacular descargado sobre el estado o la iglesia. jesús, Buda, Mahoma, César, Cromwell, Napoleón (cuyo propio coup d’état, según he advertido, fue la fuente primaria de la fascinación que experimentara el siglo XIX frente a este tipo de autoridad) representan todos, no solo la erupción del genio individual (en el sentido latino del término), sino de un conflicto dramático, ora con la tradición sacra, ora con la administración racional. La revolución, religiosa o política, es el verdadero núcleo del ejercicio del liderazgo carismático, pues su impacto sobre la gente debe tener profundas y perturbadoras consecuencias sobre las tradiciones o normas que rigen habitualmente la vida de los hombres. En su forma pura la autoridad carismática no es, sin embargo (ni puede serlo por su propia naturaleza), estable y duradera. «El destino del carisma -escribió Weber---, dondequiera se incorpore a las instituciones permanentes de una comunidad, es ceder el paso a las fuerzas de la tradición y a la socialización racional. Esta decadencia de lo carismático indica, por lo general, una disminución de la importancia de la acción individual. Y de todas las potencias que disminuyen la importancia de la acción individual, la más irresistible es la disciplina racional.» 71
Así, la autoridad carismática no es tanto un tipo de autoridad, como (en su forma más pura y estricta) un modo de cambio inducido por el impacto de algún gran hombre. Puede ocurrir entonces que su «mensaje» se tradicionalice, se racionalice, o ambas cosas a la vez. Weber se refiere a la «rutinización» (routinization) del carisma, consecuencia inevitable de la desaparición del gran hombre o del gran momento de inspiración. Pero destaca con insistencia que dicha rutinización pronto se asimila a alguno de los dos tipos reales de autoridad: la tradicional y la racional .72 Aparte del claro vínculo de sus conceptos acerca de lo tradicional y lo racional con las corrientes de pensamiento derivadas de la Revolución Francesa, guardan una relación más específica aún con los de Gemeinschaft y Gesellschaft,

71 From Max Weber: Essays in Sociology, trad. y comp. H. H. Gerth y C. Wright Mills, Nueva York: Oxford University Press,
1946, pág. 253.
72 The Theory of Social and Economic Organization, págs. 363 y sigs.
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de Tönnies. La influencia ejercida por Tönnies sobre la definición weberiana de la comunidad y su relación con las asociaciones, es equiparable a la que ejerciera su enfoque del estado político. Tónnies consideró al estado político como una manifestación primaria de Gesellschaft, cuyos códigos y procedimientos legales regularizados son expresiones tan plenas de Gesellschaft como los elementos económicos, que suelen destacarse con mayor frecuencia. Basta considerar el pasaje siguiente: «El estado se despoja cada vez más de las tradiciones y costumbres del pasado, y de la creencia en su importancia. Así, las formas del derecho cambian y éste deja de ser el producto de los folkways, mores y costumbres para transformarse en un derecho puramente legalista: un producto de la organización política. El estado y sus dependencias, y los individuos, son los únicos agentes que quedan, en lugar de las múltiples fraternidades, comunidades y mancomunidades que se desarrollan en forma orgánica. El carácter de las personas, influido y determinado por esas instituciones preexistentes, experimenta nuevos cambios al tener que adaptarse a estructuras legales nuevas y arbitrarias. Esas instituciones preexistentes pierden el firme apoyo que les daban los usos y mores, y la convicción de su infalibilidad.»73 Casi con seguridad, ésta es la fuente inmediata del notable principio de racionalización de Weber; principio que eleva sus conceptos de lo tradicional y de lo racional, extrayéndolos de un nivel meramente clasificatorio, para darles el carácter de elementos de una filosofía de la historia, tan imponentes como los de Tocqueville, Marx o Tónnies. Así como Tocqueville concibió el poder moderno en términos de la influencia formativa de la igualdad, así como Marx lo vio en términos de lucha dialéctica y Tónnies en la transición de la Gemeinschaft a la Gesellschaft, Weber lo sintetiza en un proceso de racionalización iniciado en la alta Edad Media y continuado hasta hoy, proceso cuyo término no parece más cercano que el del igualitarismo, la dialéctica o la Gesellschaft. En la concepción histórica de Weber, la democracia y el capitalismo -realidades soberanas del mundo moderno para Tocqueville y Marx, respectivamente- son apenas manifestaciones especiales de otra fuerza más fundamental: la

73 Community and Society. op. cit., pág. 226.
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racionalización. La racionalización del gobierno -que abarca la centralización, la generalización y también la abstracción del poder- sacó a Europa del feudalismo y la condujo, a través de las monarquías absolutas, a la nación-estado contemporánea, en su forma democrática. Si se logra evitar una racionalización burocrática más total, e incluso totalitaria, será solo por la fuerza permanente de los valores morales y estéticos, que de alguna manera seguirán siendo para los hombres los límites de la racionalidad pura. Del mismo modo, la racionalización de la economía -obtenida gracias a una mejor contabilidad de los costos, formas racionales de trabajo, separación gradual de la propiedad, con respecto al poder político (dominium), y otros recursos- dio origen a lo que llamamos capitalismo. Para Marx el capitalismo se caracterizaba ante todo por el carácter privado de la propiedad, y la separación del pueblo en dos grupos: los propietarios y los trabajadores. Para Weber, estos elementos son más bien accidentales que esenciales. Además -y aquí es donde Weber difiere profunda y definitivamente de los marxistas- el socialismo, lejos de ser lo opuesto al capitalismo, es solo la intensificación y expansión de las propiedades esenciales del capitalismo. Bajo un régimen socialista, la racionalización, la burocracia y la mecanización regirán las vidas humanas en mayor medida que en el capitalismo. De todos los elementos conceptuales que introdujo la teoría weberiana de la autoridad, la burocracia es lo que le dio más fama. Como hemos visto, corresponde en su obra a la categoría de dominación racional; es el tipo de jerarquía que reemplaza a la autoridad carismática, patrimonial y/o tradicional, cuando la economía o el gobierno (o también la religión, la educación, la organización militar o cualquier otra de las instituciones de la sociedad) se estructura según las siguientes formas específicas: Desempeña un papel primordial «el principio de jurisdicciones fijas y oficiales, generalmente ordenadas por reglas; es decir, por leyes o reglamentaciones administrativas».74 Se distribuyen las actividades normales como deberes oficiales, y la autoridad para impartir órdenes es asignada de manera estable y previsible, sustituyendo así el carácter circunstancial y esporádico de la autoridad patrimonial o de parentesco.

74 Essays, pág. 196.
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Se toman las provisiones «para el cumplimiento regular y continuo de estos deberes y para la ejecución de los derechos correspondientes ». Este sistema, identificado siempre como burocracia en el gobierno público, es en esencia el mismo que existe en la empresa moderna, donde se lo conoce como dirección (management). Del principio básico de jurisdicción fija y oficial surgen prácticas y criterios tan vitales como la regularización de los canales de comunicación, autoridad y apelación; la prioridad funcional del cargo respecto de la persona, que lo desempeña; la insistencia en las órdenes escritas y registradas, en lugar de directivas o deseos circunstanciales, meramente personales; la categórica separación entre la identidad oficial y la personal en el manejo de las cuestiones y el control de las finanzas; la determinación del tipo de adiestramiento necesario para ser «experto» en cada cargo o función, y la adopción de medidas tendientes a proporcionarlo. La rigurosa prioridad de las cuestiones oficiales respecto de las meramente personales, en el manejo de una empresa; y por último, la conversión de tantas actividades y funciones como sea posible en reglas claras y especificables; reglas que tienen, por su naturaleza, significación preceptiva y autoritaria.75 Tal es la esencia de la teoría weberiana de la burocracia. Pero abandonar aquí este tema sería dejarlo en el terreno de lo meramente descriptivo y taxonómico. Lo que distingue a dicha teoría es la manera en que su autor la relaciona con las corrientes principales de la historia política, económica y social de Europa. Para Weber la burocratización es una poderosa manifestación del principio histórico de la racionalización. El avance burocrático en el gobierno, la empresa, la religión y la educación es un aspecto de la racionalización de la cultura, que también ha transformado, según Weber, la índole de las artes plásticas, el teatro, la música y la filosofía. En resumen, la burocracia es un proceso histórico que permite explicar muchos de los aspectos que distinguen al mundo moderno del medieval (y también, por supuesto, diferenciaciones análogas en el mundo antiguo y en el mundo asiático; es para Weber un medio de comprender las sociedades de la China, la India y la antigua Roma, tanto como la europea).

75 Ibid., págs. 196-203.
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Su identificación de la burocracia como vasto y esencial ambiente del hombre occidental moderno eleva su sociología de la autoridad por encima del mero lugar común empírico. Dentro de esa perspectiva, como dentro de su visión más amplia e inclusiva de la racionalización, residen a la vez posibilidades para: la libertad y para el despotismo. Sin una burocratización de la sociedad, con su enfasis implícito en las cualidades universales del hombre y su exclusión teórica de todos los atributos personales o localistas, no hubiera sido posible buena parte de la historia de la democracia y la libertad modernas. Tocqueville presentó a la democracia como una fase de la historia de la colectivización y centralización del poder; Weber la presenta como una manifestación de burocratización. El enunciado de Tocqueville de que el progreso de la democracia en un país es mensurable por la proporción en que utiliza funcionarios pagos, encuentra fácil eco en Weber. No es menos cierto, sin embargo, que las reglas, los cargos oficiales y los archivos pueden llegar a ejercer fácilmente sobre el espíritu del hombre un despotismo más general e incisivo que cualquiera de los recursos de un monarca o de una aristocracia, Dejaremos para el último capítulo las melancólicas reflexiones de Weber acerca de este punto, pues es parte de una actitud mental con respecto a la alienación que abarca también otros temas. Weber es, más que cualquier otro, el sociólogo de la «revolución de lo organizativo», revolución que Marx no supo ver, como debía forzosamente ocurrir por su posición unilateral respecto del predominio de la propiedad privada. Weber demuestra que la tendencia más importante de la historia moderna es el reemplazo gradual de los incentivos originados en la propiedad, por otros basados en la organización. Mucho antes de que Berle y Means escribieran su
notable estudio, en la década de 1930, acerca de la corporación moderna y la «desintegracíón del átomo de la propiedad» en posesión pasiva y administración activa, Weber había hecho de este punto la base de su teoría de la organización moderna. Observa Weber que muchos de los privilegios, poderes y obligaciones antes inseparables de la propiedad, han sido transferidos ahora a la administración. En la sociedad medieval los conceptos de posesión (ownership) y «soberanía» apenas eran vagamente reconocidos corno esencias independientes, pues un rasgo de la sociedad tradi-
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cional era que estuvieran entrelazados. El hecho de que en, los siglos posteriores a la Edad Media el poder y la propiedad se fueron alejando cada vez más en la práctica y distinguiendo categóricamente en la teoría, atestigua -según Weber- el carácter creativo de la racionalización. Pero con la llegada del siglo XX la racionalización llevó este proceso a un nuevo nivel: los dos elementos vuelven a fundirse en uno, pero este «uno» no es la propiedad, ni siquiera el poder en el sentido corriente, sino la administración: más específicamente, la administración propia de los procesos de burocratización, de organización juzgada corno fin en sí mismo. Así, se llega al punto de que el hospital esté fundamentalmente al servicio, no de la enfermedad humana, sino del propio hospital; la universidad, la iglesia y el sindicato llegan a estar dominados, a través de procesos de racionalización, por sus propias metas organizativas intrínsecas. Para Weber todo esto es la conclusión natural e inevitable de un proceso que comenzó cuando empezó a sustituirse el carácter directo del dominio basado sobre la propiedad por los procesos más racionales de la dirección y la administración. A medida que la dirección -es decir, «la dominación» en el sentido antiguo- se confía en grado creciente a la administración racional, en el terreno de la acción «política» se experimenta un cambio paralelo; y asígnase preferencia -como pronosticó Weber- a cualidades de los funcionarios elegidos que tienen cada vez menos que ver con la organización como tal, y cada vez más con lo que Weber sintetizó en la palabra demagogia. «Desde la época del estado constitucional, y en forma decidida desde el establecimiento de la democracia, el "demagogo" ha sido el típico líder político de Occidente ... La demagogia moderna también apela a la oratoria, y en enorme escala, si consideramos los discursos electorales que debe pronunciar un candidato moderno; pero la palabra impresa tiene efectos más duraderos. El publicista político, y sobre todo el periodista, son hoy los representantes más importantes de la especie demagógica.» 76

76 Ibíd., pág. 76. No obstante, Weber escribe, como Tocqueville y casi con sus mismas palabras: «La organización burocrática por lo general llega al poder sobre la base de una nivelación de las diferencias económicas y sociales ... La burocracia acompaña inevitablemente a la democracia de masas moderna en contraste con el
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De allí el conflicto entre la burocracia y la democracia, cuya intensificación en las naciones modernas pudo prever Weber. El percibió, al igual que Tocqueville, la relación funcional existente entre burocracia y democracia, en la que cada una se desarrolla junto a la otra y ambas se nutren de un enemigo común: el privilegio heredado. Como Tocqueville, Weber comprendió que aunque en términos funcionales las dos fuerzas pudieran estar vinculadas, llegaría un momento en que el objetivo moral de la democracia - el gobierno en manos del pueblo- ya no sería defendible, por el creciente centralismo de la burocracia, instrumento de ese gobierno. El robot se volvería contra su amo. Esta forma de deshumanización se convirtió en su preocupación constante y en motivo de sus aprensiones. Llegó a ser también, por diversas vías, materia de aprensión para otros hombres. En ninguna parte está tratado este tema de manera más penetrante y presagiosa que en Los partidos políticos: estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, de Robert Michels.77 Este libro notable es mucho más que una crítica de la burocracia; constituye un examen perspicaz de todos los aspectos del modernismo político: la soberanía popular, el sistema de partidos, la centralización administrativa y la politización de los valores morales y culturales bajo la presión de las masas. Aquí nos limitaremos a analizar su enfoque de la burocracia, que está en la misma línea que el de Max Weber. «La burocracia -escribe Michels-, es el enemigo jurado de la libertad individual y de toda iniciativa audaz en materia de política interna. La dependencia respecto de autoridades superiores, característica del empleado medio, suprime la individualidad e imprime en la sociedad donde predominan los empleados un sello de estrecho filisterismo pequeñoburgués.* El espíritu burocrático corrompe el carácter y engendra pobreza moral. En toda burocracia advertimos la

autogobierno democrático de las unidades pequeñas y homogéneas» (pág. 224).
77 Traducido por Eden y Cedar Paul, Nueva York: The Free Press, 1949. El libro apareció en entregas periodísticas en 1908; en alemán en 1911, y en inglés en 1915. La deuda de Michels para con Tocqueville y Weber no debe impedirnos ver su notable originalidad. * Ver nota de página 43.
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cacería por el puesto, la manía de los ascensos y la obsequiosidad hacia aquellos de quienes depende la promoción; se manifiesta arrogancia hacia los inferiores y servilismo hacia los superiores... Cabe decir que cuanto más conspicuos sean el celo, el sentido del deber y la devoción de una burocracia, tanto más mezquina, estrecha, rígida y carente de liberalidad demostrará ser. » 78 Michels ubica estas palabras en el contexto de su examen de la burocracia gubernamental, en particular la prusiana, pero en esencia su libro tiende a caracterizar los movimientos democráticos y socialistas de masas, precisamente en estos términos. Weber se había limitado sobre todo a la burocratización de las dependencias oficiales y gubernamentales: Michels, en cambio, lleva el análisis hasta esos movimientos de la clase trabajadora -el marxismo entre ellos- que presumiblemente desafiaban la estructura del gobierno burocrático y del capitalismo burocrático, encontrando en definitiva poco más que un reordenamiento de la organización y el pensamiento socialistas, en los términos de sus enemigos. «La doctrina económica marxista y la filosofía marxista de la historia no pueden dejar de ejercer gran atracción sobre los pensadores; pero los defectos del marxismo se ponen de manifiesto cuando entramos al dominio práctico de la administración y la ley públicas, para no hablar de errores en el campo psicológico y aun en esferas más elementales.» La teoría socialista ha naufragado en el mundo nebuloso de un individualismo imposible, o bien «ha formulado propuestas que (sin duda en oposición a las excelentes intenciones de sus autores) convertían forzosamente al individuo en esclavo de la masa».79 Durante más de medio siglo, observa Michels, los socialistas han procurado alcanzar una organización modelo. «Hoy, con tres millones de obreros or- ganizados -número mayor que el que parecía necesario para asegurar una victoria completa sobre el enemigo- el partido tiene una burocracia que rivaliza con el propio estado en lo que atañe a su conciencia de los deberes, su celo y su sumisión a la jerarquía; las arcas están colmadas; una compleja ramificación de intereses financieros y morales cubre todo el país... Así, la organización se transforma en un fin en lugar de un medio. » 80

78 Ibíd., pág. 189.
79 Ibíd., pág. 386.
80 Ibíd., págs. 372 y sigs.
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A la luz de la (para él) inevitable burocratización de la acción política -una vez que triunfa y logra muchos adherentes- Michels se refiere a «la ley de hierro de la oligarquía»: «Organización implica tendencia a la oligarquía. En toda organización, ya sea un partido político, un sindicato profesional u otra asociación semejante, la tendencia aristocrática lo pone claramente de manifiesto. El mecanismo de la organización, al par que confiere solidez estructural, provoca cambios trascendentales en la masa organizada, invirtiendo por completo las posiciones respectivas de los conductores y los conducidos... Con el avance de la organización, la democracia tiende a declinar. La evolución democrática sigue un curso parabólico, que en nuestros días -al menos en cuanto a la vida partidaria se refiere- está en la fase descendente. Cabe enunciar, como regla general, que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización. » 81 Tal es para Michels la ley de hierro de la burocracia. Su mordaz análisis no iba dirigido solamente a la democracia socialista, sino a la democracia en general. El sombrío párrafo con que concluye su libro sigue directamente la tradición de Tocqueville y Weber: «Las corrientes democráticas de la historia parecen olas sucesivas que rompen sobre la misma playa y se renuevan de continuo. Este espectáculo persistente es a un tiempo alentador y depresivo. Cuando las democracias han logrado cierto estado de desarrollo sufren una transformación gradual, adoptan un espíritu aristocrático y, en muchos casos también las formas aristocráticas, contra las cuales lucharon al comienzo con tanto denuedo. Surgen entonces nuevos acusadores para denunciar las traiciones; después de una era de combates gloriosos y de poder sin gloria, terminan por unirse a las viejas clases dominantes; desde allí son atacados, en nombre de la democracia, por nuevos adversarios. Es probable que este juego cruel se prolongue interminablemente>82

La función de la autoridad: Durkheim
La idea de autoridad aparece como leitmotiv en todas las obras de Durkheim. Es el tema dominante de su sociología
aXCA
81 Ibíd., págs. 32 y sigs.
82 Ibíd., pág. 408.
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y su filosofía, superado en tal sentido solo por la noción de comunidad. Cierto es que al comienzo, Durkheim tomó a la ley como única medida real de la solidaridad social;83 el hecho de haberse visto forzado a abandonar esta imperiosa preferencia, sin embargo, de ningún modo disminuyó su firme creencia en que la verdadera sociedad y la verdadera moralidad solo existen cuando está claramente presente la autoridad sobre la mente y conducta del individuo. La posición central de la autoridad en el pensamiento de DurkheiM se desprende de algunas palabras que escribiera acerca de la relación entre la disciplina y la personalidad. «Por lo común -afirma---, la disciplina solo parece útil porque supone una conducta que tiene consecuencias útiles; es solamente un medio para especificar e imponer la conducta requerida; mas... debemos decir que la disciplina extrae su raisson d’étre de sí misma; que el hombre sea disciplinado es bueno, independientemente de los actos que por ello se vea obligado a realizar.» 84 ¿Por qué es buena la disciplina? Dar respuesta a este interrogante constituye el objeto explícito de La educación moral, aunque lo mismo podría deducirse dicha respuesta de cualquiera de sus obras restantes. La disciplina es la autoridad en acción, y la autoridad es inseparable, y aun indiscernible, de la textura de la sociedad. La sociedad -así nos lo ha dicho en De la división del trabajo y en Las reglas solo se manifiesta en las diversas formas de obligación que rescatan, por así decirlo, al individuo del vacío en que se halla. La autoridad y la disciplina configuran la urdimbre misma de la personalidad; sin autoridad el hombre no puede tener sentido del deber, ni siquiera verdadera libertad. Solo cuando las tradiciones, códigos y roles tienen el efecto de forzar, dirigir y frenar los impulsos del hombre, cabe decir que la sociedad posee existencia auténtica. Durkheim critica a Bentham y otros utilitaristas por su falsa concepción sobre el rol de la autoridad. «Para Bentham, la moralidad, como la ley, encerraba una especie de patología. La mayor parte de los economistas clásicos compartían esa opinión. Es indudable que este punto de vista llevó a los principales teóricos socialistas a creer posible y deseable establecer una sociedad sin regulaciones sistemáti-

83 The Division of Labor, op. cit., prefacio.
84 Moral Education, op. cit., págs. 31 y sigs.
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cas. La noción de una autoridad que dominara la vida y administrara la ley les parecía una idea arcaica, un prejuicio que no podía subsistir. Es la vida misma la que hace sus propias leyes. Nada podía haber por encima ni por debajo de ella.» 115
En su Etica profesional, Durkheim prosigue discurriendo sobre este tema. «No hay forma de actividad social que pueda prescindir de la disciplina moral apropiada... Los intereses del individuo no son los del grupo al que pertenece, y muchas veces existe un antagonismo real entre uno
y otro. » 86 Solo vagamente percibe el sujeto esos intereses, y aun puede ocurrir que no los perciba en absoluto. Por eso tiene que haber algún sistema que se los recuerde, «que le obligue a respetarlos, y este sistema no puede ser otro que una disciplina moral; pues toda disciplina de este tipo es un código de reglas que establece lo que el individuo debe hacer para no perjudicar los intereses de la colectividad ni desorganizar la sociedad de la que forma parte» .87 La autoridad, en su relación con el hombre, no solo afianza la vida moral: es la vida moral; «cumple una función importante en la formación del carácter y la personalidad en general. El elemento más esencial del carácter es en verdad su capacidad de restricción o -como se suele decir- de inhibición, que nos permite contener nuestras pasiones, nuestros deseos, nuestros hábitos, y sujetarlos a la ley.» 88 Esto último lleva a pensar que Durkheim no desconocía a los freudianos y otros pensadores de su época, que atribuían al rigor de las autoridades morales la fuente inmediata de los desórdenes psicológicos. El contraste entre Durkheim y el freudismo en lo que concierne al tema de la disciplina reviste considerable interés. La concepción de Durkheim sobre la autoridad lo lleva, por supuesto, al problema de la libertad, y no vacila en destacar la prioridad absoluta de la autoridad en el establecimiento de cualquier marco donde sea imaginable la libertad. «En suma, las teorías que celebran los beneficios de las libertades ilimitadas son apologías de un estado de enfermedad. Cabría incluso decir que, al contrario de lo que podría

85 Ibíd., págs. 35 y sigs.
86 Professional Ethies and Civie Morais, trád. de Cornelia Brookfield, Londres: Routledge and Kegan Paul, 1957, pág. 14.
87 Ibíd., pág. 14.
88 Moral Education, pág. 46.
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deducirse de las apariencias, los términos "libertad" y “licencia" son antagónicos, pues aquélla es el fruto de la reglamentación; con la práctica de reglas morales desarrollamos la capacidad para gobernarnos y regularnos a nos. otros mismos, -y la libertad no tiene otra realidad que ésa. 89 A partir de De la división del trabajo y hasta la última de sus grandes obras, Durkheim demuestra claramente en varios pasajes que, a su juicio, en la Edad Moderna se produce un notorio derrumbe de la autoridad. La necesidad de autoridad moral, escribe, es una verdad digna de ser recordada en particular en nuestros tiempos: «Porque vivimos precisamente en uno de esos períodos revolucionarios críticos en que la autoridad suele debilitarse por la pérdida de disciplina tradicional, período capaz de dar fácil origen a un espíritu de anarquía. Esta es la fuente de las aspiraciones anárquicas que... aparecen hoy, no solo en las sectas particulares que llevan ese nombre, sino en doctrinas muy diversas que, aunque opuestas en otros puntos, concuerdan en su aversión hacia todo lo que huela a regulación.» 90
Su interés teórico por la autoridad, en toda su amplitud y profundidad, le ha valido con frecuencia acusaciones de «colectivismo», «autoritarismo» y «nacionalismo». Sin embargo, esos cargos son injustos. En primer lugar, las connotaciones políticas de esos términos producen como efecto inevitable que se identifique a Durkheim con el colectivismo nacionalista y unitario que comenzaba a florecer en Europa. Tal identificación es falsa. En los hechos, su pensamiento político está cerca del extremo opuesto. Su análisis del estado y de su relación con el orden social, como veremos más adelante, está mucho más próximo al de los sindicalistas de su tiempo que al nacionalismo integral de los conservadores franceses, o la variante más idealizada que encontramos en Inglaterra en las obras de hombres como T. H. Green y Bernard Bosanquet. En lo que respecta a la política práctica, Durkheim fue un dreyfusard, término que desborda la convicción en la inocencia de Alfred Dreyfus, para incluir convicciones vinculadas con principios como la igualdad legal, los derechos civiles, la fuerza de la ley y la libertad política. El término connotaba también anticlericalismo e incluso podía derivar
89 Ibíd., pág. 54.
90 Ibíd., pág. 54.
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a veces - debido a la intensidad emocional con que estaban cargados entonces todos los asuntos relativos a la iglesia en las cuestiones políticas- en sentimientos en apariencia antirreligiosos, suficientes para enajenar a algunos, como Péguy. Durkheim no abandonó nunca sus principios de dreyfusard, y por su reconocido agnosticismo, les fue muy fácil a los sostenedores de la iglesia, deformar sus opiniones anticlericales y agnósticas, presentándolas como apoyo tácito al predominio de la política sobre todas las cuestiones religiosas, intelectuales y morales. Distorsión fácil, pero no por ello más aceptable. Lejos de ser un monista, un nacionalista o un colectivista, Durkheim, debe ser ubicado, como Tocqueville, entre los pluralistas. Sus ideas estaban muy próximas a las proclamadas en su época por hombres como Duguit y Saleilles en Francia y Maitland y Figgis en Inglaterra. La clara preferencia de Durkheim por la sociedad, el orden y la autoridad no debe confundirse con un nacionalismo unitario o un colectivismo económico centralizado, como han hecho muchos críticos; ello significa olvidar la esencia de una teoría de la relación del hombre con la sociedad que culmina en el pluralismo de autoridad y en una insistencia rigurosa sobre lo que Durkheim llamó los corps intermédiaires. Estas asociaciones intermedias entre el hombre y el estado, que constituían la sustancia múltiple de la sociedad, son las verdaderas unidades de su teoría de la autoridad, tal como los individuos abstractos son las unidades de la teoría utilitarista. Que Durkheim critique el individualismo no implica que repudie la libertad y acepte el colectivismo; dicha crítica representa, por el contrario, uno de los aspectos culminantes de todo enjuiciamiento genuino de la teoría tradicional de la soberanía monista. La autoridad es el fundamento de la sociedad; pero para Durkheím la autoridad es plural, y se manifiesta en las diversas esferas del parentesco, la comunidad local, la profesión, la iglesia, la escuela, el gremio, el sindicato, tanto como en el gobierno político. A partir de la premisa de que es preciso que actúe sobre el individuo una autoridad constante en cada una de las asociaciones de la sociedad -de donde deriva limitación del individualismo legal y social-, Durkheim arriba a una crítica total del estado, tan aguda como la de los individualistas y mucho mejor afirmada en el terreno de la historia.
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En el comienzo de su obra, Durkheim hizo de las reglas jurídicas las únicas manifestaciones fidedignas del consenso en la sociedad. En De la división del trabajo sostuvo que la ley era el único medio claro y seguro de identificar la solidaridad social. Escribió entonces: «Se verá con claridad cómo hemos estudiado la solidaridad social a través del sistema de reglas jurídicas; cómo, en la búsqueda de causas, hemos puesto a un lado todo cuanto se presta a juicios personales y apreciación subjetiva, para llegar a ciertos hechos, bastante profundos, de la estructura social, capaces de ser objeto de juicio, y en consecuencia, de ciencia.» 91
Esta es una de sus observaciones más citadas; pero aun cuando es justo considerarla importante en el contexto de esa obra, pocas veces se advierte que su importancia acaba allí. En este trabajo hace de la ley represiva, al menos en principio, el atributo identificador, el sello de la solidaridad mecánica, del mismo modo que hace de la ley restitutiva la esencia de la solidaridad orgánica. Pero ni siquiera allí, en realidad, se limitó a los datos jurídicos; así, admite que el enfoque legalista deja de «tomar en consideración ciertos elementos de la conciencia colectiva que, por su poder menor o su indeterminabilidad, permanecen ajenos a la ley represiva, en tanto que contribuyen a asegurar la armonía social. Son los protegidos por los castigos meramente difusos. » 92 Por fortuna para nosotros, Durkheim, el erudito y el hombre de ciencia, no se dejó atrapar ni aprisionar por Durkheim el metodólogo, pues si no hubiera avanzado más allá de las «reglas jurídicas», hoy careceríamos no solo de El suicidio, de Las formas elementales de la vida religiosa, de La educación moral, sino también de una gran parte de De la división del trabajo. Lo principal aquí es que el enfoque durkheimiano del estudio de la autoridad no podía estar limitado por los procesos de la ley o del estado; en su distinción categórica entre la sociedad y el estado -la misma que formulan todos los pluralistas- podemos ver cómo su hincapié en la autoridad es compatible con una posición política indudablemente liberal, tanto para esa época corno para la nuestra. Sólo cuando el individuo tiene firmes raíces en un sistema de autoridad social y moral, es posible la libertad política.

91 The Division of Labor, págs. 36 y sigs.
92 Ibíd., pág. 110.
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« Imaginemos -escribe- un ser liberado de toda limitación externa, déspota más absoluto aún que los que nos muestra la historia, a quien ningún poder externo pudiera restringir o influir. Por definición, resistir a sus deseos es imposible. ¿Diremos, entonces, que es todopoderoso? Por cierto que no: pues él mismo no puede ofrecerles resistencia. Ellos son sus amos como lo son de todo lo demás. Se somete a sus deseos, no los domina.» 93 Para Durkheim, si la autoridad no enraiza en valores morales que en última instancia contribuyen a su legitimidad, no es más que el caparazón de la autoridad. Y la libertad es simplemente inconcebible fuera del contexto de las reglas y normas que la definen. Aunque las fuentes del pluralismo de Durkheim se rastrean en De la división del trabajo en las páginas finales de El suicidio aparece su primera preocupación seria por el problema de la relación triangular del individuo con la autoridad social y el poder del estado. Aquí lo vemos reflexionando sobre las medidas que sería necesario tomar para una restauración de la autoridad que bastara para conjurar la desorganización moral, de la que el suicidio es manifestación notoria. Lo primero por considerar es la posible reimplantación de las penalidades extremas aplicadas en el pasado a los suicidas y a sus familias. Pero hoy estas medidas deben rechazarse, pues «la conciencia pública no las toleraría». La razón consiste en que el suicidio «dimana de sentimientos que la opinión pública respeta» -aunque no el acto en sí- y ante ellos el público no se avendría a medidas severas. «Nuestra excesiva tolerancia hacia el suicidio obedece al hecho de que, puesto que el estado mental que lo origina es general, no podemos condenarlo sin condenarnos a nosotros mismos; estamos demasiado saturados con él como para no disculparlo en parte.» 94
La familia no es una solución: tal vez lo fuera en el pasado, mas en la época moderna, la familia conyugal no sólo es demasiado pequeña para absorber y calmar los males del espíritu, sino que ha sido desplazada, por las fuerzas de la historia, de su posición central en los procesos económicos y políticos que gobiernan la vida del hombre y determinan sus lealtades. Lejos de ofrecer refugio a los temores e insuficiencias del hombre, necesita ella misma de sostén,

93 Moral Education, pág. 44.
94 Suicide, pág. 371.
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y éste sólo puede provenir del desempeño de un rol dentro de una forma más amplia y trascendente de asociación; algo comparable, en lo funcional, con el tipo antiguo de familia extendida, hoy extinta. El suicidio y las condiciones actuales de la familia conyugal son, a juicio de Durkheim, ejemplos de la declinación presente de la autoridad. Su examen de la familia -en términos de pérdida de significación funcional- ha de ser considerado entre los primeros, si no el iniciador de una larga serie de análisis similares. Antes que él, otros habían diferenciado ya la familia nuclear de la familia extendida, pero Durkheim le atribuyó relevancia con respecto a los problemas contemporáneos de autoridad y desorganización. La educación no desempeña en este asunto ningún papel esencial. «Es sólo la imagen y el reflejo de la sociedad, a la que imita y reproduce en forma sintética, pero no la crea. El mal es de índole moral y tiene raíces profundas; es absurdo, esperar que la educación, que después de todo apenas compromete una parte de la vida de cada estudiante, y solo durante breve lapso, pueda superar las deficiencias del orden social en su totalidad.» 95 El único remedio es «devolver a los grupos sociales un grado adecuado de consistencia, a fin de que obtengan una adhesión más firme del individuo, y para que éste se sienta más vinculado a ellos. El individuo debe sentirse en mayor medida solidario con una existencia colectiva que lo precede en el tiempo, que lo sobrevive y lo abarca en todo sentido. Si ello ocurre, ya no sentirá que su conducta tiene como único propósito su propio bien, y al comprender que participa en una empresa que desborda su persona, no se percibirá a sí mismo como un ser carente de significación. La vida volverá a cobrar sentido ante sus ojos, al recuperar su meta y orientación naturales. Ahora bien, ¿qué grupos tienen mayores probabilidades de imprimir constantemente sobre el hombre este saludable sentimiento de solidaridad?» 96
No por cierto la sociedad política, «demasiado distante del individuo» para influir sobre él en forma ininterrumpida y con fuerza suficiente. El estado, en todos los casos, es una de las causas principales de la atomización social y de la vacuidad moral cuyo fruto es el suicidio.91 La sociedad re-

95 Ibíd., págs. 372 y sigs.
96 Ibíd., págs. 373 y sigs.
97 Suicide, pág. 389.
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ligiosa no resultaría más eficaz. Lo fue otrora, pero la diversidad actual de corrientes de pensamiento secular ha hecho imposible, para la mayoría de las personas, retornar a la dogmática certidumbre que la religión requiere de los individuos a fin de detener, con su autoridad, sus impulsos suicidas. La eficacia del catolicismo romano, estadísticamente demostrable, se basa sobre un grado de rigidez organizativa e intelectual que casi todo el mundo -piensa Durkheim- encontraría hoy intolerable. Aparecerán nuevas religiones, a no dudarlo, pero es probable que sean aún más tolerantes, en cuestiones doctrinarias, que las más liberales sectas protestantes actuales; y éstas, como demuestran los datos demográficos, carecen virtualmente de influencia restrictiva. Durkheim arriba a la conclusión de que estamos a salvo del suicidio egoísta solo «en la medida que somos socializados; pero las religiones pueden socializarnos solo en la medida que nos niegan el derecho al libre examen. Ya no tienen, y es probable que nunca volverán a tener, suficiente autoridad para forzarnos a ese sacrificio... Además, si aquellos que juzgan que nuestra cura puede provenir únicamente de una restauración religiosa fueran consecuentes, procurarían reimplantar las religiones más arcaicas; pues contra el suicidio el judaísmo preserva mejor que el catolicismo, y el catolicismo mejor que el protestantismo. » 98 Y los posteriores estudios sistemáticos de Durkheim acerca de la religión nos habilitan a concluir que la religión primitiva, con su subordinación completa del individuo al culto, sería la más eficaz. En la sociedad primitiva, donde todo está recargado por lo sacro, donde los valores están encerrados en implacables contextos de comunidad, el suicidio -excepto en su forma «altruista», rara por otra parte- es desconocido. Es ilusorio suponer que la sociedad europea moderna sea capaz de retornar a este tipo de religión. Durkheim encuentra la forma de autoridad y de pertenencia más aptas para brindar la sustancia social hoy ausente de la vida de los individuos en la revitalización -con ciertas modificaciones- del gremio, es decir, una asociación ocupacional específicamente adaptada al carácter de la industria moderna. La vida económica absorbe al hombre moderno en un grado desconocido en toda etapa an-

98 Ibíd., pág. 376.
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terior; pero «las sociedades europeas enfrentan la alternativa de abstenerse de regular la vida ocupacional, o regularla por intermedio de] estado, pues no existe ningún otro organismo capaz de desempeñar este papel moderador».99 Es preciso concebir, pues, nuevas formas de organización social para librarse de la contradicción inherente a la existencia de una horda de individuos cuyas vidas están reguladas, pero no dirigidas en realidad, por un estado distante, remoto e impersonal. «La única manera de resolver esta antinomia es crear un núcleo de fuerzas colectivas fuera del estado (aunque sujeto
a su acción), habilitado para ejercer una influencia reguladora más variada. Nuestras corporaciones reconstituidas satisfarán esta condición; más aún, no se ve con claridad qué otros grupos podrían hacerlo; ellas están lo bastante cer-
ca de los hechos, en contacto directo y constante con éstos, como para descubrir todos sus matices; deberán, sí, ser lo bastante autónomas para respetar su diversidad. A ellas incumbe, por ese motivo, el deber de presidir las compañías de seguros, las instituciones de subsidios y pensiones, cuya necesidad sienten tantas mentalidades esclarecidas, y que con toda razón dudamos de colocar en manos del estado, tan poderoso ya y tan inepto.» 100 Por la misma relevancia de sus objetivos respecto de las necesidades económicas y sociales, estas corporaciones serían depositarias de suficiente autoridad moral como para frenar los impulsos egoístas (y por consiguiente suicidógenos) de los seres humanos, hoy desperdigados como otros tantos granos de arena. Sería posible terminar así con los suicidios anómicos y egoístas, pues la corporación se transformaría en el centro de autoridad moral legítima, tal como lo fue el gremio medieval. «Dondequiera que los apetitos excitados tiendan a exceder todo límite, la corporación deberá decidir la distribución equitativa que corresponda a cada parte cooperativa. Al estar por encima de todos sus miembros estará dotada de la autoridad necesaria para exigir los sacrificios y las indispensables concesiones e imponer orden. Obligando a los más fuertes a usar su fuerza con moderación, evitando que

99 Ibíd., pág. 380.
100 Ibíd., pág. 380. Esta es la proposición que desarrolla en el largo prefacio a la 2° edición de The Division of Labor, publicada en 1902, cinco años después de la aparición de Suicide, y a la que algunos de sus críticos acusaran de «corporativismo medieval».
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los más débiles multipliquen sus protestas indefinidamente, recordando a todos sus deberes recíprocos y el interés general, y regulando en ciertos casos la producción para que no degenere en una fiebre mórbida, moderará unas pasiones con otras, y logrará aplacarlas imponiéndoles límites. De ese modo, se establecerá un nuevo tipo de disciplina moral, sin la cual todos los descubrimientos científicos y adelantos económicos del mundo solo producirán descontento.» 101
Es importante que estas nuevas estructuras de autoridad gocen de cierta dosis de autoridad legal, tanto como estrictamente moral y social, pues la autoridad moral requiere una base de reconocimiento legal. Nuestro desarrollo histórico -escribe Durkheim en un pasaje que recuerda por su intensidad a Tocqueville-, ha barrido con todas las formas antiguas de organización social intermedia. Estas «desaparecieron una tras otra, ya sea por el lento efecto erosivo del tiempo, o debido a grandes perturbaciones, pero no han sido reemplazadas ».102 En los orígenes, el grupo de parentesco, a través del clan y la familia, poseía la autoridad necesaria, pero pronto dejó de ser una división política y se transformó en el centro de la vida privada. Vinieron luego las unidades territoriales -el centenar,* la aldea, la comuna- al igual que los gremios, monasterios y otras formas de asociación, pero también éstas experimentaron disloque y atomización. «El gran cambio introducido por la Revolución Francesa consistió precisamente en llevar esta nivelación a un punto hasta ese momento ignorado. No fue un cambio súbito y casual: venía preparándolo, largo tiempo ha, la progresiva centralización del antiguo régimen. . . Desde entonces el desarrollo de los medios de comunicación, al masificar las poblaciones, ha eliminado casi los últimos vestigios del reparto antiguo. Y puesto que el remanente de las organizaciones ocupacionales fue a la vez violentamente destruido, desaparecieron también todas las organizaciones secundarias de la vida social.» 103 Solo el estado sobrevivió a la tempestad de la historia moderna. Aquí llegamos a la médula de la sociología política de Durkheim. La acción del estado moderno encierra una

101 Suicide, pág. 383.
102 Ibíd., pág. 388. * Ver nota de página 81.
103 Ibíd., pág. 388.
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profunda paradoja: a pesar de haber asimilado funciones que ejercían antes otros grupos, engrosando así aún más una -burocracia ya bastante abultada, propendió, merced a ello, a nivelar las escalas sociales y atomizar los grupos, convirtiendo a las poblaciones en algo semejante a un montón de arena. «Se ha dicho a menudo que el estado es un intruso impotente. Pretende extenderse sobre toda suerte de cosas que no le incumben, y a las que domina apelando a la violencia... Los individuos perciben a la sociedad y la dependencia en que se encuentran con respecto a ella, solo por medio del estado. Pero siendo este último un ente distante, su influencia no puede ser sino lejana y discontinua; de ahí que ese sentimiento no tenga la constancia ni la fuerza necesarias... Es imposible que el hombre persiga objetivos excelsos y se someta a una ley si no ve por encima suyo nada a lo cual pertenecer. Liberarlo de toda presión social es abandonarlo a sí mismo, hundirlo en la confusión moral. Estos son los dos elementos característicos de nuestra situación moral. Mientras el estado se agranda e hipertrofia sin éxito para lograr firme dominio sobre los individuos, éstos, carentes de vínculos mutuos, se precipitan unos sobre otros como moléculas líquidas que no encuentran la energía central que los sostenga, los fije y los organice.» 104
Durkheim establece en estos términos -tocquevillianos en el fondo- el contexto jurídico para el establecimiento de sus asociaciones ocupacionales. Esas serán las unidades esenciales de la sociedad -reconocidas a un tiempo por el estado y por las familias de sus miembros- y en virtud de ese carácter, deben tener la autoridad legal que les infunda autoridad moral suficiente para satisfacer las exigencias de integración y de moralidad. Si he demorado un poco en estos aspectos del pensamiento de Durkheim, fue por motivos que trascienden la importancia efímera de las asociaciones ocupacionales. Pese a que dichas asociaciones han quedado muy atrás de nosotros, en lo que atañe a sus posibilidades históricas, muchas veces los estudiosos de Durkheim las han tratado erróneamente como productos casuales de su pensamiento. No lo son en absoluto. En su formulación primigenia (al final de El suicidio, publicado en 1896) está el origen y el núcleo de un enfoque teórico que habría de influir sobre un

104 Ibíd., pág. 389.
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número considerable de historiadores, juristas y etnólogos, todos los cuales hallaron la dicotomía durkheimiana de autoridad social y poder político de extraordinaria utilidad en sus estudios de otras culturas y períodos históricos. Consideremos más minuciosamente dicho enfoque. ¿Qué es, para Durkheim, la sociedad política? Primero, en su estado normal, es pluralista. Durkheim cita a Montesquieu, para quien la sociedad política supone «poderes intermediarios, subordinados y dependientes». Sin estas autoridades secundarias es imposible la existencia del estado, salvo que asuma forma patológica. «Lejos de oponerse al grupo social dotado de poderes soberanos y llamado más específicamente "el estado", el estado presupone su existencia; existe solo donde aquéllos existen. No hay grupos secundarios; no hay autoridad política: al menos no hay nada a lo que pueda aplicarse este término de manera apropiada.»105 Pero esto es solo una parte del cuadro: por mucho que el estado normal dependa del cuerpo de autoridades secundarias que lo apuntalan, advertimos sin embargo un conflicto (a veces real, siempre potencial) entre aquél * y éstas. El individuo ocupa el tercer vértice de una relación triangular de fuerzas. Su libertad con respecto al poder del estado se mide por su absorción dentro de una o más autoridades secundarias: la familia, la iglesia, el gremio, etc. Recíprocamente, el individuo ve garantizada su protección respecto de la autoridad muchas veces avasalladora de estos grupos, por el estado, que se la brinda a través de los derechos privados. El estado crea los derechos privados. Esta relación triangular se presenta en la historia de todas las sociedades humanas. Al principio en un estado latente: tanto el estado como el individuo son todavía realidades vagas, no del todo concebidas. El grupo social -el clan, la tribu, la asociación- es soberano. «En la primera etapa, la personalidad individual se pierde en las profundidades de la masa social; más tarde se abre paso gracias a su propio esfuerzo. El horizonte de la vida individual, antes limitado y de pequeño alcance, se ensancha y se transforma en exaltado objeto del respeto moral. El individuo adquiere derechos cada vez más amplios sobre su propia persona y sobre las posesiones que le corresponden ... » 106

105 Professional Ethics, pág. 45.
106 Ibíd., pág. 79.
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Es interesante comparar esta parte del análisis con uno de los más brillantes párrafos jamás escritos acerca del poder y su relación con el individualismo, que puede considerarse el germen de aquél. En el trozo a que hacemos referencia, perteneciente a De la división del trabajo, Durkheim revela un aspecto de su actitud mental que tiene tanto (mirabile dictu) de Rousseau como de Tocqueville. «En lugar de tomar como origen de la eliminación del individuo el establecimiento de una autoridad despótica, debemos ver en este hecho, por el contrario, el primer paso hacia el individualismo. En realidad los jefes son las primeras personalidades que surgen de la masa social. Su excepcional situación, al ponerlos por encima del nivel de los demás, les da una fisonomía distinta y les confiere paralelamente individualidad. Cuando llegan a dominar a la sociedad ya no están obligados a seguir todos sus movimientos. Su poder proviene, por supuesto, del grupo, pero una vez organizado, este poder se hace autónomo y les permite desarrollar una actividad personal. De este modo se abre una fuente de iniciativas que no había existido antes. De, ahora en más existe alguien que puede producir cosas nuevas y aun, en cierta medida, negar el uso colectivo. Se ha roto el equilibrio.»107 El individuo no se abre paso recurriendo únicamente a sus propias fuerzas; la guerra y el comercio ayudan a crear el estado, y entre el estado y él se establece una sólida afinidad. La historia de Atenas al igual que la de Roma, nos revela el persistente emerger del individuo a partir de la sociedad tribal, con la ayuda del estado central, que nace a la par de aquél. En realidad, históricamente es el estado quien crea la idea de individualidad; ante todo en términos legales y luego, en forma gradual, en términos económicos y morales. Las famosas reformas de Clístenes en la antigua Atica lo demuestran. El individuo, liberado de la sociedad tradicional, resulta tan necesario para el desarrollo de la jurisdicción y autoridad del estado, como éste lo es para el individuo en la conquista de su identidad legal primero, y luego social y moral. Sin la sociedad (la cual, recordémoslo, presenta diferencias categóricas con relación al estado) el hombre carecería, por supuesto, de la naturaleza que lo distingue de los animales.
107 The Division of Labor, pág. 195.
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La sociedad ha llevado las facultades psíquicas de] individuo
< a un grado de energía y capacidad productiva inconmensurablemente mayor de cuanto hubiera sido posible si permaneciera aislado de sus semejantes... Una capacidad mucho más rica y variada que la que pudiera exhibir un individuo único y solo.» Pero hay otro aspecto: el aspecto represivo. «Si bien la sociedad nutre y enriquece la naturaleza humana, tiende, por otra parte, a subordinarla a sí misma, por las mismas razones.»108 Es propio de todas las formas de asociación inclinarse al despotismo si no existen fuerzas exteriores que se lo impidan, con reclamos por la lealtad individual que entran en pugna con los de aquéllas. Hasta tanto no se aflojaron los estrechos lazos de las comunidades antiguas y sus miembros se convirtieron en alguna medida en partículas independientes, la libertad tal como hoy la conocemos resultaba imposible. «Un hombre es mucho más libre en medio de una multitud que en un pequeño círculo de personas. De donde resulta que las diversidades individuales pueden así manifestarse con más facilidad, que declina la tiranía colectiva, y que el individualismo se establece en los hechos; con el tiempo los hechos se transforman en derechos.»109 La única manera de impedir que las autoridades secundarias, antiguas o modernas, envuelvan a los individuos y los priven de la diversidad que la individualización permite, es que exista una forma de asociación más amplia, que cree la posibilidad legal de una identidad individual, distinguible de los grupos sociales a los que pertenecieron antes los seres humanos. Aquello que se quita a los grupos sociales va, en parte, al estado y se incorpora a su nuevo sistema de legislación, pero también va en parte al ciudadano individual, en la forma de derechos prescriptos. En este sentido, Durkheim dice que la función principal del estado como entidad es «liberar las personalidades individuales. Y ello ocurre únicamente porque al tener en jaque a las sociedades que lo constituyen, les impide ejercer sobre el individuo la influencia represiva que de otro modo ejercerían.»110 Pero Durkheim no olvidó que el estado podía ocasionar consecuencias diametralmente opuestas, que se revelan en

108 Professional Ethics, pág. 60.
109 Ibíd., pág. 61.
110 Ibíd., págs. 62 y sigs.
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su hipertrofia y en la atrofia de los grupos sociales; lo señaló por primera vez en El suicidio. Para el estado es fácil transformarse en el nivelador, el represor, el déspota. Y a diferencia de las autoridades menores, no puede dar siquiera al individuo (en virtud de su propia magnitud) el sentido de comunidad que le ofrecían las formas más antiguas de asociación. (Entendámonos, no puede hacerlo sin provocar consecuencias despóticas.) «De ello cabe inferir un hecho simple: si la fuerza colectiva, el estado, ha de ser el liberador del individuo, también necesita algún contrapeso; debe estar limitado por otras fuerzas colectivas; es decir, por los grupos secundarios que analizaremos más adelante. . . Para los grupos no es bueno quedar solos; es forzoso, sin embargo, que existan. De este conflicto de fuerzas sociales nacen las libertades individuales. Aquí volvemos a encontrarnos con la gran importancia de estos grupos; su finalidad no es meramente regular y gobernar los intereses a los que deben servir: constituyen una de las condiciones esenciales para la emancipación del individuo.»111

domingo, 16 de mayo de 2010

IDEOLOGÍAS

Liberalismo, radicalismo, conservadorismo

La formación del pensamiento sociológico 1
Robert Nisbet
Amorrortu editores Buenos Aires


Esta reorientación del pensamiento social, de la cual es una fase tan importante el advenimiento de la sociología, no es resultado -insisto- de las corrientes puramente intelectuales, ni mucho menos «científicas», de la época. Como lo expresara Sir Isaiah Berlin, y lo ilustran de manera soberbia sus propios estudios históricos, las ideas no engendran ideas como las mariposas engendran mariposas. La falacia genética ha transformado muy a menudo las historias del pensamiento en secuencias abstractas de «engendros». En el pensamiento político y social, en particular, es preciso que veamos siempre las ideas de cada época como respuestas a ciertas crisis y a estímulos procedentes de los grandes cambios en el orden social.
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Las ideas que nos interesan resultarán incomprensibles, a menos que las analicemos en función de los contextos ideológicos donde aparecieron por primera vez. Los grandes sociólogos del siglo, desde Comte y Tocqueville a Weber y Durkheim, fueron arrastrados por la corriente de las tres grandes ideologías del siglo XIX y comienzos del XX: el liberalismo, el radicalismo y el conservadorismo. En el próximo capítulo nos ocuparemos de las dos revoluciones -la Industrial y la democrática- que conformaron esas ideologías, como también las ideas fundamentales de la sociología. Pero ante todo es importante describirlas con al-una precisión. El sello distintivo del liberalismo es su devoción por el individuo, y en especial por sus derechos políticos, civiles y -cada vez más- sociales. La autonomía individual es para el liberal lo que la tradición significa para el conservador, y el uso del poder para el radical. Hay notables diferencias, a no dudarlo, entre los liberales de Manchester, para quienes la libertad significaba fundamentalmente liberar-la productividad económica de las trabas de la ley y las costumbres, y los liberales de París de 1830, para quienes liberar el pensamiento del clericalismo aparecía como el objetivo principal. Pero fuera de estas variantes, todos los liberales tenían en común, primero, la aceptación de la estructura fundamental del estado y la economía (no consideraban a la revolución, como los radicales, base indispensable para la libertad, aunque en alguna circunstancia pudieran apoyarla) y, segundo, la convicción de que el progreso residía en la emancipación de la mente y el espíritu humanos de los lazos religiosos y tradicionales que los unían al viejo orden. Los liberales del siglo XIX conservaron la fe del Iluminismo en la naturaleza autosuficiente de la individualidad, una vez liberada de las cadenas de las instituciones corruptoras. Existieron, admitámoslo, quienes como Tocqueville, John Stuart Mill y Lord Acton -a quienes debemos incluir, en tanto ellos se incluían a sí mismos, entre los liberales- atribuían a las instituciones y tradiciones, en cierta medida, la importancia que les atribuían los conservadores; dicha medida estaba dada por el grado en que tales entidades robustecieran la individualidad. La piedra de toque era la libertad individual, no la autoridad social. El liberalismo utilitarista -que abarca desde Jeremy Bentham a Herbert Spencer- tenía una opinión de la iglesia, el
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estado, la parroquia, el gremio, la familia y la tradición moral que no se diferenciaba en ningún aspecto importante de las opiniones anteriores del Iluminismo. En las obras de Macaulay, Buckle y Spencer la noción del individuo aislado, automotivado y autoestabilizado, resulta primordial. Las instituciones y tradiciones son secundarias: en el mejor de los casos, sombras de aquél; en el peor, obstáculos que se oponen a su autoafirmación. Impera en el radicalismo -que a menudo deriva del liberalismo y hace causa común con él- una mentalidad muy diferente. Si hay un elemento distintivo del radicalismo de los siglos XIX y XX es, creo, el sentido de las posibilidades de redención que ofrece el poder político: su conquista, su purificación y su uso ilimitado (hasta incluir el terrorismo), en pro de la rehabilitación del hombre y las instituciones. junto a la idea de poder, coexiste una fe sin límites en la razón para la creación de un nuevo orden social. Con anterioridad al siglo XVIII, las rebeliones contra el orden social -que no eran raras, ni siquiera en la Edad Media- surgían en el marco de la religión. Los husitas, los anabaptistas, los niveladores,* los tembladores,** y otros grupos que periódicamente se levantaron contra la autoridad constituida, perseguían objetivos religiosos. Las condiciones sociales y económicas contribuyeron, a todas luces, a desencadenar estas revueltas; y había, por cierto, referencias a la pobreza y el sufrimiento en los bandos y manifiestos que circunstancialmente redactaban. Pero lo importante es que esas referencias aparecen expresadas en términos religiosos, donde lo fundamental es el llamado a la pureza perdida de la cristiandad apostólica, o la esperanza en la segunda venida de Cristo. La línea principal del radicalismo del siglo XIX es, en todo sentido, secular. La antorcha de la rebelión pasó a quienes veían la esperanza de Europa y la humanidad, no en la religión, sino en la fuerza política de la sociedad. No desapareció el milenarismo: solo perdió su contenido cristia-
* Niveladores (levelers): Miembros de un partido defensor de los principios republicanos e igualitarios, formado en Inglaterra hacia
1647 y aniquilado por Cromwel1 dos años más tarde. (N. del E.) ** Tembladores (shakers) : Secta religiosa creada en Inglaterra en el siglo XVIII, que practicaba el celibato y la propiedad común de los bienes. Deriva su nombre de una de las danzas que formaban parte de su ritual. (N. del E.)
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no. Lo que nos muestra el radicalismo del siglo XIX (con su jacobinismo, el Comité de Salvación Pública y quizá, por sobre todo lo demás, el golpe de estado del 18 Brumario, como modelos) es una doctrina revolucionaria milenarista nacida de la fe en el poder absoluto; no el poder por sí mismo, sino al servicio de la liberación racionalista y humanitaria del hombre de las tiranías y desigualdades que lo acosaron durante milenios, incluyendo las de la religión. En cuanto al conservadorismo, la cuestión es más compleja. Por ser la menos analizada de las tres ideologías, y por la estrecha relación que existe entre las tesis principales del conservadorismo filosófico y las ideas-elementos de la sociología, debemos explorarlo con más detalle. El conservadorismo moderno es, en su forma filosófica al menos, hijo de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa; hijo imprevisto, no deseado y odiado por los protagonistas de cada una de ellas, pero hijo al fin. Lo que ambas revoluciones atacaron, fue defendido por hombres como Burke, Bonald, Haller y Coleridge, y lo que ambas engendraron -en la forma de democracia popular, tecnología, secularismo, etc.- es lo que el conservadorismo atacó. Si el ethos central del liberalismo es la emancipación individual, y el del radicalismo la expansión del poder político al servicio del fervor social y moral, el ethos del conservadorismo es la tradición, esencialmente la tradición medieval. De su defensa de la tradición social proviene su insistencia en los valores de la comunidad, el parentesco, la jerarquía, la autoridad y la religión, y también sus premoniciones de un caos social coronado por el poder absoluto sí los individuos son arrancados de los contextos de estos valores por la fuerza de las otras dos ideologías. A diferencia de los filósofos del Iluminismo, los conservadores comenzaron con la realidad absoluta del orden institucional, tal como lo encontraron: el orden legado por la historia. Para ellos el orden «natural», el orden revelado por la razón pura, el orden sobre el cual los philosophes habían montado sus ataques devastadores a la sociedad tradicional, carecía de toda realidad. La cuestión aparece invertida, en verdad, en el pensamiento conservador: éste basó su agresión contra las ideas iluministas del derecho natural, la ley natural y la razón independiente, sobre la proclamada prioridad de la sociedad y sus instituciones tradicionales con respecto al individuo.
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A comienzos del siglo XIX los conservadores constituyeron una fuerza antiluminista. En realidad no hay una sola palabra, una sola idea central de aquel renacimiento conservador, que no procure refutar las ideas de los philosophes. A veces (Chateaubriand es un ejemplo) se complacían en parecer defensores de algunos iluministas, como medio de acometer contra algún otro: por lo común contra Voltaire, cuyos brillantes ataques al cristianismo eran vitriolo para los conservadores, cristianos en lo más profundo. Aun en Burke se encuentran eventualmente palabras amables para sus enemigos, cuyo propósito era promover en ellos sentimientos contradictorios y dividirlos, pero el odio al Iluminismo, y en especial a Rousseau, es fundamental en el conservadorismo filosófico. Con acierto se ha llamado a los conservadores «profetas de lo pasado», cuya acción difícilmente habría de tener efecto alguno sobre las corrientes principales del pensamiento y la vida europea. Sin embargo, para comprender mucho de cuanto sabemos hoy que es importante y profundo en el siglo XIX, sería fatal que los dejáramos de lado, como si solo tuvieran significación para los anticuarios. Todas las historias del pensamiento atestiguan la gran influencia ejercida por Burke, y especialmente por Hegel, pero ambos suelen ser considerados como individuos más que como miembros de un movimiento ideológico que trascendiera. Debe vérselos, sí, como personalidades individuales, a semejanza de Voltaire y Diderot dentro del Iluminismo, pero también como integrantes de un vasto grupo de mentalidades con suficientes cosas en común para constituir, incuestionablemente, una época, un esquema de ideas. De todos ellos, los franceses son quizá los más descuidados por los estudiosos. Bonald, Maistre y Chateaubriand suelen aparecer como figuras extrañas, con ciertos rasgos góticos, en la historia del «romanticismo», clasificación que al menos a los dos primeros, debe hacerlos revolcarse en sus tumbas. La brillante juventud conservadora de Lamennais suele ser relegada al olvido ante el resplandor que emana de sus actividades radicales posteriores; la influencia de los conservadores franceses sobre el pensamiento social fue, empero, importante. Basta una ojeada a algunos sociólogos para evidenciarlo. Así, Saint-Simon y Comte prodigaron sus elogios a lo que este último llamaba la «escuela retrógrada». Este «grupo inmortal conducido por Maistre -escribe
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Comte-, merecerá por mucho tiempo la gratitud de los positivistas.2 Saint-Simon afirmó que su interés por los Períodos «crítico» y «orgánico» de la historia, y también sus incipientes proposiciones para «estabilizar» el industrialismo y la democracia, le habían sido inspirados por Bonald. Le Play, una generación más tarde, no haría sino asignar sentido científico, en su European Working Classes, a la temprana obra polémica de Bonald sobre la familia. La influencia del conservadorismo, sobre Tocqueville es incuestionable: constituye la fuente inmediata de su preocupada y evasiva apreciación de la democracia. Y hacia fines del siglo, en las obras de Durkheim, de ideas no religiosas y liberal en política, encontramos ciertas tesis del conservadorismo francés convertidas en algunas de las teorías esenciales de su sociología sistemática: la conciencia colectiva, el carácter funcional de las instituciones e ideas, las asociaciones intermedias y también su ataque al individualismo. ¿Contra qué se alzaba el conservadorismo? Ante todo, por supuesto, contra la Revolución, pero en modo alguno únicamente contra ella. Creo que podemos entender mejor esta ideología si la concebimos como el primer gran ataque al modernismo y a sus elementos políticos, económicos y culturales. La Revolución encendió la mecha, pero para los conservadores, su importancia era de índole histórica y simbólica. La veían como la férrea culminación de tendencias profundas en la historia europea moderna; tendencias que se manifestaban ahora en sus terribles consecuencias. Pocos llegaron tan lejos como Bonald, quien aludía al Terror como el justo castigo que Dios infligía a Europa por sus herejías seculares e individualistas, pero existía entre los conservadores la convicción profunda, sin excepciones, de que lo más distintivo y «moderno» de la historia posterior a la Reforma era la maldad, o el preludio de la maldad. Cuando reconstruyeron la historia de Europa, lo primero que vieron fue que los protestantes habían arrebatado de la disciplina de la iglesia la fe individual, lo que conducía de modo inevitable al disenso permanente. De esta trasgresión a atribuir al hombre finito e individual, las potencias intelectuales y certidumbres propias de Dios y de la socie-
2 Systeme de politique positive, 4ª. ed., París, 1912, III, pág. 605. Para un informe detallado de la influencia del conservadorismo sobre el pensamiento del siglo XIX, véase mi «Conservatism and Sociology», American Journal of Sociology, septiembre de 1952.
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dad (como hicieran Bacon y Descartes) solo había un paso. Arte la herejía del individualismo secular, ¿no es lógico que los hombres consideraran a la sociedad como consideraban al paisaje físico, es decir, algo que las facultades creativas podían enmendar chapuceramente una y otra vez, remodelar o rehacer, según se lo sugirieran sus impulsos? Por último, era inevitable que surgiera de todo esto la imagen romántica y peligrosa del hombre como una criatura de instintos indeleblemente estables y buenos por naturaleza, sobre los cuales las instituciones y gobiernos se asentaban de manera represiva y sin necesidad. Tal, en líneas generales, la concepción conservadora de lo que precedió a la Revolución y al modernismo. En el cuadro conservador del modernismo hay otros elementos que proceden en forma directa de la Revolución Francesa. El igualitarismo y el poder centralizado fundado en el pueblo son quizá los más importantes, pero están estrechamente vinculados con otros: la sustitución -en religión, política y arte- de las restricciones disciplinarias de la tradición y la piedad por el sentimiento y la pasión; el reemplazo de los valores sacros no racionales por normas impersonales y efímeras de contrato y utilidad; la declinación de la autoridad religiosa, social y política; la pérdida de la libertad, término este último que los conservadores preferían definir en su sentido medieval, con connotaciones no tanto de liberación (que significaba licencia y falta de ataduras), como de derecho rector dentro de la ley y la tradición divinas; la decadencia de la cultura, como consecuencia de su difusión en las masas; y por último, la mentalidad progresista y determinista que presidía todo esto, y que insistía en considerar lo pasado, lo presente y lo futuro como categorías férreas correspondientes a lo éticamente malo, mejor y óptimo. Esta es la constelación de elementos que surge de la concepción general conservadora sobre el mundo moderno, el mundo que la Reforma, el capitalismo, el nacionalismo y la razón engendraran, y al que la Revolución había dado ahora nacimiento. Fácil es descubrir todos estos elementos en la reacción de Burke frente a la Revolución Francesa; también se conservan vívidos en los escritos de otros conservadores europeos y americanos. Si las ideas conservadoras nunca arraigaron realmente en Estados Unidos, no fue porque no hubiera hombres de genio -tales como John Randolph
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de Roanoke, James Fenimore Cooper, John C. Calhoun y unos pocos más- que trataran de inseminarlas en el pensamiento político norteamericano, sino porque carente de un pasado institucional medieval, que persistiera en su realidad presente, el país no tenía con qué nutrirlas, a fin de tornarlas apremiantes y relevantes; mientras que en Europa, este pasado medieval se transformó, con particular subitaneidad después de la Revolución Francesa, en un conjunto evocativo de símbolos. El redescubrimiento de lo medieval -sus instituciones, valores, preocupaciones y estructuras- es uno de los acontecimientos significativos de la historia intelectual del siglo XIX.3 Aunque su importancia primera y más duradera se vincula con el conservadorismo europeo (plasmando, por así decir, la imagen conservadora de la sociedad buena), también la tiene, y mucha, para el pensamiento sociológico, ya que forma el tejido conceptual de gran parte de su respuesta al modernismo. Este redescubrimiento de la Edad Media explica, tanto como cualquier acontecimiento singular, las notables diferencias entre la reconstrucción típica de la historia europea por parte de los iluministas, y la corriente en muchos escritos históricos del siglo XIX. Los philosophes franceses, y también ciertos racionalistas ingleses como Gibbon, Adam Smith y Bentham, manifestaron categórico desdén por la Edad Oscura, ese período de más de un milenio que se extiende entre la caída de Roma y el comienzo de la Edad de la Razón, según la opinión generalizada. De pronto, la Edad Media vuelve a ser objeto de la atención de los humanistas: primero en los escritos de hombres como Haller, Savigny, Bonald y Chateaubriand, para quienes esa era es innegablemente un motivo de inspiración; luego, ampliando cada vez más su ámbito, en las obras de los juristas, historiadores, teólogos, novelistas, etc. La Edad Media suministró al siglo XIX casi tanto clima espiritual y temas como el pensamiento clásico lo había hecho en el
3 Uno de los muchos méritos de la excelente obra de Raymond Williams, Culture and Society: 1780-1950 (Garden City: Doubleday Anchor Books, 1960) es destacar y documentar el efecto literario del medievalismo en el siglo XIX. Para los efectos sociales véase mi «De Bonald and the Concept of the Social Group», Journal of the History of Ideas, junio de 1944, págs. 315-31, esp. págs.
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Renacimiento. La aparición de lo que se dio en llamar la escuela histórica de las ciencias sociales, se fundó sobre el empleo de materiales históricos e institucionales en su mayoría medievales. Cada vez más la sociedad medieval proporcionaba una base de comparación con el modernismo, para la crítica de este último. Así como el siglo XVIII había popularizado el empleo de materiales primitivos -toda la moda del «exotismo», por ejemplo, tan estrechamente vinculada a los modelos de ley natural- con el fin de establecer su contraste con el presente, así ahora el siglo XIX recurrió a materiales medievales. Había en ello algo más que un propósito comparativo, por supuesto; tal como evidencian los monumentales estudios de von Gierke, Fustel de Coulanges, Rashdall y Maitland, el interés por la Edad Media iba acompañado de una búsqueda erudita de los orígenes institucionales de la economía, la política y la cultura europeas. La Edad Media pudo servir de fundamento a la idealización y la utopía -lo demuestran los escritos de Chateaubriand, Sir Walter Scott y otros autores hasta llegar a William Morris- pero también sirvió como fuente de algunas notables investigaciones históricas y de ciencias sociales. Entre el medievalismo y la sociología hay íntima relación. Hemos señalado cuánto admiraba Comte a los conservadores; de ello derivó su aprecio casi equivalente por la Edad Media. Pocos la adularon tanto como él: fuera de toda duda el medievalismo es el modelo real de su utopía sociológica en Sistema de política positiva. Comte infundió en sus venas la sangre del positivismo en reemplazo del catolicismo, pero es indudable su admiración por la estructura de la sociedad medieval, y sus deseos de restaurar, mediante la 30


su celebrada propuesta de creación de asociaciones profesionales intermedias en los gremios medievales, poniendo buen cuidado, por supuesto, en aclarar las diferencias, dado que a menudo se le había criticado que fundara su ciencia de la sociedad en valores de corporativismo, organicismo y realismo metafísico. Con esto no pretendemos insinuar que los sociólogos tuvieran espíritu medieval. Tendríamos que buscar mucho para encontrar una mentalidad más «moderna», por su filiación social y política, que la de Durkheim. Aun en el cuerpo de su teoría social, prevalece el espíritu racionalista y positivista, tomado en gran parte de Descartes, quien, mucho más que cualquier otro filósofo del siglo XVII, había aniquilado el escolasticismo. Lo mismo cabe decir, en esencia, de Tönnies, Weber y Simmel.
Ideología y sociología
Esto nos lleva al importante tema de las ideologías personales de los sociólogos de que nos ocuparemos. Hasta aquí hemos examinado las ideologías en abstracto, tomándolas como semillero de los problemas doctrinarios y conceptuales del siglo. El cuadro está lejos de ser igualmente claro ni es tan fácil hacer clasificaciones cuando tomamos en cuenta a los individuos. No resulta demasiado arduo ubicar a Le Play, Marx y Spencer en sus ideologías respectivas. El primero es el conservador por excelencia; Marx, la personificación del radicalismo del siglo XIX; y Spencer, según todas las normas de su época, fue un liberal; pero no sucede lo propio con otros autores. Cabría designar a Comte como radical si atendemos a lo utópico de su Sistema de política positiva, con su plan de reordenación total de la sociedad occidental; mas para muchos hombres de su siglo, y en primer término para John Stuart Mill, las mesuradas loas que aquél cantara a la ciencia, la industria y el positivismo lo colocan entre los liberales; y es indudable la tendencia profundamente conservadora de los verdaderos conceptos de su nueva ciencia, conceptos que explican el lugar especial que ocupó dentro del pensamiento conservador francés hasta la Action Francaise, y también en el pensamiento de la Confederación del Sur previo a la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Quizá la figura de Tocqueville
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resulte, más clara: en él se funden el liberalismo y el conservadorismo. Mantuvo vínculos personales con los liberales de su época; ejerció un papel influyente en la revolución de 1848, y no se hacía ilusiones en lo que a resucitar el pasado se refiere. Para él la democracia era uno de los movimientos irresistibles e irreversibles de la historia; sin embargo, el tono de sus análisis y críticas de la democracia es acentuadamente conservador. La cuestión se vuelve más compleja cuando pasamos a considerar otros titanes. Tónnies sería clasificado, supongo, como conservador, al menos por su raigambre personal y notorios vínculos con las condiciones del tipo Gemeinschaft de su educación; pero 61 no se juzgaba a sí mismo conservador, y sus simpatías políticas se inclinaban sin disputa hacia los liberales. ¿Fueron liberales Simmel, Weber, Durkheim? La respuesta afirmativa sería probablemente la más aproximada. No por cierto radicales; ni siquiera Durkheim, a quien algunos, poco advertidos, ubicaran a veces entre los socialistas. ¿Serían tal vez conservadores? No en ninguno de los sentidos políticos del término, corrientes en aquella época. Todos y cada uno de ellos se apartaron de los conservadores en política y en economía. No obstante, sería engañoso abandonar aquí la cuestión. Existe un conservadorismo de concepto y de símbolo, y existe un conservadorismo de actitud. Desde nuestra posición actual es posible advertir en los escritos de esos tres hombres, profundas corrientes de conservadorismo, que avanzan en dirección contraria a su filiación política manifiesta. Hoy podemos ver en cada uno de ellos elementos en conflicto casi trágico con las tendencias centrales del liberalismo y del modernismo. A través de toda su vida las simpatías liberales de Weber estuvieron en pugna con su percatación de lo que ese modernismo hacía -en la forma de racionalizaci6n de cultura y pensamiento- con los valores de la cultura europea. Este conflicto interior explica en buena medida la melancolía que emana de ciertas partes de su pensamiento y que de hecho detuvo su actividad de erudito durante breves lapsos. Ni en Simmel ni en Durkheim aparece una melancolía semejante, pero tampoco podemos dejar de apreciar en sus obras la misma tensión entre los valores del. liberalismo político y los valores del conservadorismo humanista o cultural, por renuentes que se mostraran a aceptar estos últimos.
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La paradoja de la sociología -paradoja creativa, como trato de demostrar en estas páginas- reside en que si por sus objetivos, y por los valores políticos y científicos que defendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales y sus perspectivas implícitas está, en general, mucho más cerca del conservadorismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores, como se puede apreciar con gran claridad en la línea intelectual que va de Bonald y Haller a Burckhardt y Taine. También lo fueron los presentimientos de alienación, del poder totalitario que habría de surgir de la democracia de masas, y de la decadencia cultural. En vano buscaríamos los efectos significativos de estas ideas y premoniciones sobre los intereses fundamentales de los economistas, politicólogos, psicólogos y etnólogos de ese período. Se los hallará, en cambio, en la médula de la sociología -transfigurados, por supuesto, por los objetivos racionalistas o científicos de los sociólogos.