domingo, 16 de mayo de 2010

IDEOLOGÍAS

Liberalismo, radicalismo, conservadorismo

La formación del pensamiento sociológico 1
Robert Nisbet
Amorrortu editores Buenos Aires


Esta reorientación del pensamiento social, de la cual es una fase tan importante el advenimiento de la sociología, no es resultado -insisto- de las corrientes puramente intelectuales, ni mucho menos «científicas», de la época. Como lo expresara Sir Isaiah Berlin, y lo ilustran de manera soberbia sus propios estudios históricos, las ideas no engendran ideas como las mariposas engendran mariposas. La falacia genética ha transformado muy a menudo las historias del pensamiento en secuencias abstractas de «engendros». En el pensamiento político y social, en particular, es preciso que veamos siempre las ideas de cada época como respuestas a ciertas crisis y a estímulos procedentes de los grandes cambios en el orden social.
22


Las ideas que nos interesan resultarán incomprensibles, a menos que las analicemos en función de los contextos ideológicos donde aparecieron por primera vez. Los grandes sociólogos del siglo, desde Comte y Tocqueville a Weber y Durkheim, fueron arrastrados por la corriente de las tres grandes ideologías del siglo XIX y comienzos del XX: el liberalismo, el radicalismo y el conservadorismo. En el próximo capítulo nos ocuparemos de las dos revoluciones -la Industrial y la democrática- que conformaron esas ideologías, como también las ideas fundamentales de la sociología. Pero ante todo es importante describirlas con al-una precisión. El sello distintivo del liberalismo es su devoción por el individuo, y en especial por sus derechos políticos, civiles y -cada vez más- sociales. La autonomía individual es para el liberal lo que la tradición significa para el conservador, y el uso del poder para el radical. Hay notables diferencias, a no dudarlo, entre los liberales de Manchester, para quienes la libertad significaba fundamentalmente liberar-la productividad económica de las trabas de la ley y las costumbres, y los liberales de París de 1830, para quienes liberar el pensamiento del clericalismo aparecía como el objetivo principal. Pero fuera de estas variantes, todos los liberales tenían en común, primero, la aceptación de la estructura fundamental del estado y la economía (no consideraban a la revolución, como los radicales, base indispensable para la libertad, aunque en alguna circunstancia pudieran apoyarla) y, segundo, la convicción de que el progreso residía en la emancipación de la mente y el espíritu humanos de los lazos religiosos y tradicionales que los unían al viejo orden. Los liberales del siglo XIX conservaron la fe del Iluminismo en la naturaleza autosuficiente de la individualidad, una vez liberada de las cadenas de las instituciones corruptoras. Existieron, admitámoslo, quienes como Tocqueville, John Stuart Mill y Lord Acton -a quienes debemos incluir, en tanto ellos se incluían a sí mismos, entre los liberales- atribuían a las instituciones y tradiciones, en cierta medida, la importancia que les atribuían los conservadores; dicha medida estaba dada por el grado en que tales entidades robustecieran la individualidad. La piedra de toque era la libertad individual, no la autoridad social. El liberalismo utilitarista -que abarca desde Jeremy Bentham a Herbert Spencer- tenía una opinión de la iglesia, el
23


estado, la parroquia, el gremio, la familia y la tradición moral que no se diferenciaba en ningún aspecto importante de las opiniones anteriores del Iluminismo. En las obras de Macaulay, Buckle y Spencer la noción del individuo aislado, automotivado y autoestabilizado, resulta primordial. Las instituciones y tradiciones son secundarias: en el mejor de los casos, sombras de aquél; en el peor, obstáculos que se oponen a su autoafirmación. Impera en el radicalismo -que a menudo deriva del liberalismo y hace causa común con él- una mentalidad muy diferente. Si hay un elemento distintivo del radicalismo de los siglos XIX y XX es, creo, el sentido de las posibilidades de redención que ofrece el poder político: su conquista, su purificación y su uso ilimitado (hasta incluir el terrorismo), en pro de la rehabilitación del hombre y las instituciones. junto a la idea de poder, coexiste una fe sin límites en la razón para la creación de un nuevo orden social. Con anterioridad al siglo XVIII, las rebeliones contra el orden social -que no eran raras, ni siquiera en la Edad Media- surgían en el marco de la religión. Los husitas, los anabaptistas, los niveladores,* los tembladores,** y otros grupos que periódicamente se levantaron contra la autoridad constituida, perseguían objetivos religiosos. Las condiciones sociales y económicas contribuyeron, a todas luces, a desencadenar estas revueltas; y había, por cierto, referencias a la pobreza y el sufrimiento en los bandos y manifiestos que circunstancialmente redactaban. Pero lo importante es que esas referencias aparecen expresadas en términos religiosos, donde lo fundamental es el llamado a la pureza perdida de la cristiandad apostólica, o la esperanza en la segunda venida de Cristo. La línea principal del radicalismo del siglo XIX es, en todo sentido, secular. La antorcha de la rebelión pasó a quienes veían la esperanza de Europa y la humanidad, no en la religión, sino en la fuerza política de la sociedad. No desapareció el milenarismo: solo perdió su contenido cristia-
* Niveladores (levelers): Miembros de un partido defensor de los principios republicanos e igualitarios, formado en Inglaterra hacia
1647 y aniquilado por Cromwel1 dos años más tarde. (N. del E.) ** Tembladores (shakers) : Secta religiosa creada en Inglaterra en el siglo XVIII, que practicaba el celibato y la propiedad común de los bienes. Deriva su nombre de una de las danzas que formaban parte de su ritual. (N. del E.)
24


no. Lo que nos muestra el radicalismo del siglo XIX (con su jacobinismo, el Comité de Salvación Pública y quizá, por sobre todo lo demás, el golpe de estado del 18 Brumario, como modelos) es una doctrina revolucionaria milenarista nacida de la fe en el poder absoluto; no el poder por sí mismo, sino al servicio de la liberación racionalista y humanitaria del hombre de las tiranías y desigualdades que lo acosaron durante milenios, incluyendo las de la religión. En cuanto al conservadorismo, la cuestión es más compleja. Por ser la menos analizada de las tres ideologías, y por la estrecha relación que existe entre las tesis principales del conservadorismo filosófico y las ideas-elementos de la sociología, debemos explorarlo con más detalle. El conservadorismo moderno es, en su forma filosófica al menos, hijo de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa; hijo imprevisto, no deseado y odiado por los protagonistas de cada una de ellas, pero hijo al fin. Lo que ambas revoluciones atacaron, fue defendido por hombres como Burke, Bonald, Haller y Coleridge, y lo que ambas engendraron -en la forma de democracia popular, tecnología, secularismo, etc.- es lo que el conservadorismo atacó. Si el ethos central del liberalismo es la emancipación individual, y el del radicalismo la expansión del poder político al servicio del fervor social y moral, el ethos del conservadorismo es la tradición, esencialmente la tradición medieval. De su defensa de la tradición social proviene su insistencia en los valores de la comunidad, el parentesco, la jerarquía, la autoridad y la religión, y también sus premoniciones de un caos social coronado por el poder absoluto sí los individuos son arrancados de los contextos de estos valores por la fuerza de las otras dos ideologías. A diferencia de los filósofos del Iluminismo, los conservadores comenzaron con la realidad absoluta del orden institucional, tal como lo encontraron: el orden legado por la historia. Para ellos el orden «natural», el orden revelado por la razón pura, el orden sobre el cual los philosophes habían montado sus ataques devastadores a la sociedad tradicional, carecía de toda realidad. La cuestión aparece invertida, en verdad, en el pensamiento conservador: éste basó su agresión contra las ideas iluministas del derecho natural, la ley natural y la razón independiente, sobre la proclamada prioridad de la sociedad y sus instituciones tradicionales con respecto al individuo.
25


A comienzos del siglo XIX los conservadores constituyeron una fuerza antiluminista. En realidad no hay una sola palabra, una sola idea central de aquel renacimiento conservador, que no procure refutar las ideas de los philosophes. A veces (Chateaubriand es un ejemplo) se complacían en parecer defensores de algunos iluministas, como medio de acometer contra algún otro: por lo común contra Voltaire, cuyos brillantes ataques al cristianismo eran vitriolo para los conservadores, cristianos en lo más profundo. Aun en Burke se encuentran eventualmente palabras amables para sus enemigos, cuyo propósito era promover en ellos sentimientos contradictorios y dividirlos, pero el odio al Iluminismo, y en especial a Rousseau, es fundamental en el conservadorismo filosófico. Con acierto se ha llamado a los conservadores «profetas de lo pasado», cuya acción difícilmente habría de tener efecto alguno sobre las corrientes principales del pensamiento y la vida europea. Sin embargo, para comprender mucho de cuanto sabemos hoy que es importante y profundo en el siglo XIX, sería fatal que los dejáramos de lado, como si solo tuvieran significación para los anticuarios. Todas las historias del pensamiento atestiguan la gran influencia ejercida por Burke, y especialmente por Hegel, pero ambos suelen ser considerados como individuos más que como miembros de un movimiento ideológico que trascendiera. Debe vérselos, sí, como personalidades individuales, a semejanza de Voltaire y Diderot dentro del Iluminismo, pero también como integrantes de un vasto grupo de mentalidades con suficientes cosas en común para constituir, incuestionablemente, una época, un esquema de ideas. De todos ellos, los franceses son quizá los más descuidados por los estudiosos. Bonald, Maistre y Chateaubriand suelen aparecer como figuras extrañas, con ciertos rasgos góticos, en la historia del «romanticismo», clasificación que al menos a los dos primeros, debe hacerlos revolcarse en sus tumbas. La brillante juventud conservadora de Lamennais suele ser relegada al olvido ante el resplandor que emana de sus actividades radicales posteriores; la influencia de los conservadores franceses sobre el pensamiento social fue, empero, importante. Basta una ojeada a algunos sociólogos para evidenciarlo. Así, Saint-Simon y Comte prodigaron sus elogios a lo que este último llamaba la «escuela retrógrada». Este «grupo inmortal conducido por Maistre -escribe
26


Comte-, merecerá por mucho tiempo la gratitud de los positivistas.2 Saint-Simon afirmó que su interés por los Períodos «crítico» y «orgánico» de la historia, y también sus incipientes proposiciones para «estabilizar» el industrialismo y la democracia, le habían sido inspirados por Bonald. Le Play, una generación más tarde, no haría sino asignar sentido científico, en su European Working Classes, a la temprana obra polémica de Bonald sobre la familia. La influencia del conservadorismo, sobre Tocqueville es incuestionable: constituye la fuente inmediata de su preocupada y evasiva apreciación de la democracia. Y hacia fines del siglo, en las obras de Durkheim, de ideas no religiosas y liberal en política, encontramos ciertas tesis del conservadorismo francés convertidas en algunas de las teorías esenciales de su sociología sistemática: la conciencia colectiva, el carácter funcional de las instituciones e ideas, las asociaciones intermedias y también su ataque al individualismo. ¿Contra qué se alzaba el conservadorismo? Ante todo, por supuesto, contra la Revolución, pero en modo alguno únicamente contra ella. Creo que podemos entender mejor esta ideología si la concebimos como el primer gran ataque al modernismo y a sus elementos políticos, económicos y culturales. La Revolución encendió la mecha, pero para los conservadores, su importancia era de índole histórica y simbólica. La veían como la férrea culminación de tendencias profundas en la historia europea moderna; tendencias que se manifestaban ahora en sus terribles consecuencias. Pocos llegaron tan lejos como Bonald, quien aludía al Terror como el justo castigo que Dios infligía a Europa por sus herejías seculares e individualistas, pero existía entre los conservadores la convicción profunda, sin excepciones, de que lo más distintivo y «moderno» de la historia posterior a la Reforma era la maldad, o el preludio de la maldad. Cuando reconstruyeron la historia de Europa, lo primero que vieron fue que los protestantes habían arrebatado de la disciplina de la iglesia la fe individual, lo que conducía de modo inevitable al disenso permanente. De esta trasgresión a atribuir al hombre finito e individual, las potencias intelectuales y certidumbres propias de Dios y de la socie-
2 Systeme de politique positive, 4ª. ed., París, 1912, III, pág. 605. Para un informe detallado de la influencia del conservadorismo sobre el pensamiento del siglo XIX, véase mi «Conservatism and Sociology», American Journal of Sociology, septiembre de 1952.
27


dad (como hicieran Bacon y Descartes) solo había un paso. Arte la herejía del individualismo secular, ¿no es lógico que los hombres consideraran a la sociedad como consideraban al paisaje físico, es decir, algo que las facultades creativas podían enmendar chapuceramente una y otra vez, remodelar o rehacer, según se lo sugirieran sus impulsos? Por último, era inevitable que surgiera de todo esto la imagen romántica y peligrosa del hombre como una criatura de instintos indeleblemente estables y buenos por naturaleza, sobre los cuales las instituciones y gobiernos se asentaban de manera represiva y sin necesidad. Tal, en líneas generales, la concepción conservadora de lo que precedió a la Revolución y al modernismo. En el cuadro conservador del modernismo hay otros elementos que proceden en forma directa de la Revolución Francesa. El igualitarismo y el poder centralizado fundado en el pueblo son quizá los más importantes, pero están estrechamente vinculados con otros: la sustitución -en religión, política y arte- de las restricciones disciplinarias de la tradición y la piedad por el sentimiento y la pasión; el reemplazo de los valores sacros no racionales por normas impersonales y efímeras de contrato y utilidad; la declinación de la autoridad religiosa, social y política; la pérdida de la libertad, término este último que los conservadores preferían definir en su sentido medieval, con connotaciones no tanto de liberación (que significaba licencia y falta de ataduras), como de derecho rector dentro de la ley y la tradición divinas; la decadencia de la cultura, como consecuencia de su difusión en las masas; y por último, la mentalidad progresista y determinista que presidía todo esto, y que insistía en considerar lo pasado, lo presente y lo futuro como categorías férreas correspondientes a lo éticamente malo, mejor y óptimo. Esta es la constelación de elementos que surge de la concepción general conservadora sobre el mundo moderno, el mundo que la Reforma, el capitalismo, el nacionalismo y la razón engendraran, y al que la Revolución había dado ahora nacimiento. Fácil es descubrir todos estos elementos en la reacción de Burke frente a la Revolución Francesa; también se conservan vívidos en los escritos de otros conservadores europeos y americanos. Si las ideas conservadoras nunca arraigaron realmente en Estados Unidos, no fue porque no hubiera hombres de genio -tales como John Randolph
28


de Roanoke, James Fenimore Cooper, John C. Calhoun y unos pocos más- que trataran de inseminarlas en el pensamiento político norteamericano, sino porque carente de un pasado institucional medieval, que persistiera en su realidad presente, el país no tenía con qué nutrirlas, a fin de tornarlas apremiantes y relevantes; mientras que en Europa, este pasado medieval se transformó, con particular subitaneidad después de la Revolución Francesa, en un conjunto evocativo de símbolos. El redescubrimiento de lo medieval -sus instituciones, valores, preocupaciones y estructuras- es uno de los acontecimientos significativos de la historia intelectual del siglo XIX.3 Aunque su importancia primera y más duradera se vincula con el conservadorismo europeo (plasmando, por así decir, la imagen conservadora de la sociedad buena), también la tiene, y mucha, para el pensamiento sociológico, ya que forma el tejido conceptual de gran parte de su respuesta al modernismo. Este redescubrimiento de la Edad Media explica, tanto como cualquier acontecimiento singular, las notables diferencias entre la reconstrucción típica de la historia europea por parte de los iluministas, y la corriente en muchos escritos históricos del siglo XIX. Los philosophes franceses, y también ciertos racionalistas ingleses como Gibbon, Adam Smith y Bentham, manifestaron categórico desdén por la Edad Oscura, ese período de más de un milenio que se extiende entre la caída de Roma y el comienzo de la Edad de la Razón, según la opinión generalizada. De pronto, la Edad Media vuelve a ser objeto de la atención de los humanistas: primero en los escritos de hombres como Haller, Savigny, Bonald y Chateaubriand, para quienes esa era es innegablemente un motivo de inspiración; luego, ampliando cada vez más su ámbito, en las obras de los juristas, historiadores, teólogos, novelistas, etc. La Edad Media suministró al siglo XIX casi tanto clima espiritual y temas como el pensamiento clásico lo había hecho en el
3 Uno de los muchos méritos de la excelente obra de Raymond Williams, Culture and Society: 1780-1950 (Garden City: Doubleday Anchor Books, 1960) es destacar y documentar el efecto literario del medievalismo en el siglo XIX. Para los efectos sociales véase mi «De Bonald and the Concept of the Social Group», Journal of the History of Ideas, junio de 1944, págs. 315-31, esp. págs.
320 y sigs.
29


Renacimiento. La aparición de lo que se dio en llamar la escuela histórica de las ciencias sociales, se fundó sobre el empleo de materiales históricos e institucionales en su mayoría medievales. Cada vez más la sociedad medieval proporcionaba una base de comparación con el modernismo, para la crítica de este último. Así como el siglo XVIII había popularizado el empleo de materiales primitivos -toda la moda del «exotismo», por ejemplo, tan estrechamente vinculada a los modelos de ley natural- con el fin de establecer su contraste con el presente, así ahora el siglo XIX recurrió a materiales medievales. Había en ello algo más que un propósito comparativo, por supuesto; tal como evidencian los monumentales estudios de von Gierke, Fustel de Coulanges, Rashdall y Maitland, el interés por la Edad Media iba acompañado de una búsqueda erudita de los orígenes institucionales de la economía, la política y la cultura europeas. La Edad Media pudo servir de fundamento a la idealización y la utopía -lo demuestran los escritos de Chateaubriand, Sir Walter Scott y otros autores hasta llegar a William Morris- pero también sirvió como fuente de algunas notables investigaciones históricas y de ciencias sociales. Entre el medievalismo y la sociología hay íntima relación. Hemos señalado cuánto admiraba Comte a los conservadores; de ello derivó su aprecio casi equivalente por la Edad Media. Pocos la adularon tanto como él: fuera de toda duda el medievalismo es el modelo real de su utopía sociológica en Sistema de política positiva. Comte infundió en sus venas la sangre del positivismo en reemplazo del catolicismo, pero es indudable su admiración por la estructura de la sociedad medieval, y sus deseos de restaurar, mediante la 30


su celebrada propuesta de creación de asociaciones profesionales intermedias en los gremios medievales, poniendo buen cuidado, por supuesto, en aclarar las diferencias, dado que a menudo se le había criticado que fundara su ciencia de la sociedad en valores de corporativismo, organicismo y realismo metafísico. Con esto no pretendemos insinuar que los sociólogos tuvieran espíritu medieval. Tendríamos que buscar mucho para encontrar una mentalidad más «moderna», por su filiación social y política, que la de Durkheim. Aun en el cuerpo de su teoría social, prevalece el espíritu racionalista y positivista, tomado en gran parte de Descartes, quien, mucho más que cualquier otro filósofo del siglo XVII, había aniquilado el escolasticismo. Lo mismo cabe decir, en esencia, de Tönnies, Weber y Simmel.
Ideología y sociología
Esto nos lleva al importante tema de las ideologías personales de los sociólogos de que nos ocuparemos. Hasta aquí hemos examinado las ideologías en abstracto, tomándolas como semillero de los problemas doctrinarios y conceptuales del siglo. El cuadro está lejos de ser igualmente claro ni es tan fácil hacer clasificaciones cuando tomamos en cuenta a los individuos. No resulta demasiado arduo ubicar a Le Play, Marx y Spencer en sus ideologías respectivas. El primero es el conservador por excelencia; Marx, la personificación del radicalismo del siglo XIX; y Spencer, según todas las normas de su época, fue un liberal; pero no sucede lo propio con otros autores. Cabría designar a Comte como radical si atendemos a lo utópico de su Sistema de política positiva, con su plan de reordenación total de la sociedad occidental; mas para muchos hombres de su siglo, y en primer término para John Stuart Mill, las mesuradas loas que aquél cantara a la ciencia, la industria y el positivismo lo colocan entre los liberales; y es indudable la tendencia profundamente conservadora de los verdaderos conceptos de su nueva ciencia, conceptos que explican el lugar especial que ocupó dentro del pensamiento conservador francés hasta la Action Francaise, y también en el pensamiento de la Confederación del Sur previo a la Guerra de Secesión de Estados Unidos. Quizá la figura de Tocqueville
31


resulte, más clara: en él se funden el liberalismo y el conservadorismo. Mantuvo vínculos personales con los liberales de su época; ejerció un papel influyente en la revolución de 1848, y no se hacía ilusiones en lo que a resucitar el pasado se refiere. Para él la democracia era uno de los movimientos irresistibles e irreversibles de la historia; sin embargo, el tono de sus análisis y críticas de la democracia es acentuadamente conservador. La cuestión se vuelve más compleja cuando pasamos a considerar otros titanes. Tónnies sería clasificado, supongo, como conservador, al menos por su raigambre personal y notorios vínculos con las condiciones del tipo Gemeinschaft de su educación; pero 61 no se juzgaba a sí mismo conservador, y sus simpatías políticas se inclinaban sin disputa hacia los liberales. ¿Fueron liberales Simmel, Weber, Durkheim? La respuesta afirmativa sería probablemente la más aproximada. No por cierto radicales; ni siquiera Durkheim, a quien algunos, poco advertidos, ubicaran a veces entre los socialistas. ¿Serían tal vez conservadores? No en ninguno de los sentidos políticos del término, corrientes en aquella época. Todos y cada uno de ellos se apartaron de los conservadores en política y en economía. No obstante, sería engañoso abandonar aquí la cuestión. Existe un conservadorismo de concepto y de símbolo, y existe un conservadorismo de actitud. Desde nuestra posición actual es posible advertir en los escritos de esos tres hombres, profundas corrientes de conservadorismo, que avanzan en dirección contraria a su filiación política manifiesta. Hoy podemos ver en cada uno de ellos elementos en conflicto casi trágico con las tendencias centrales del liberalismo y del modernismo. A través de toda su vida las simpatías liberales de Weber estuvieron en pugna con su percatación de lo que ese modernismo hacía -en la forma de racionalizaci6n de cultura y pensamiento- con los valores de la cultura europea. Este conflicto interior explica en buena medida la melancolía que emana de ciertas partes de su pensamiento y que de hecho detuvo su actividad de erudito durante breves lapsos. Ni en Simmel ni en Durkheim aparece una melancolía semejante, pero tampoco podemos dejar de apreciar en sus obras la misma tensión entre los valores del. liberalismo político y los valores del conservadorismo humanista o cultural, por renuentes que se mostraran a aceptar estos últimos.
32


La paradoja de la sociología -paradoja creativa, como trato de demostrar en estas páginas- reside en que si por sus objetivos, y por los valores políticos y científicos que defendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales y sus perspectivas implícitas está, en general, mucho más cerca del conservadorismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores, como se puede apreciar con gran claridad en la línea intelectual que va de Bonald y Haller a Burckhardt y Taine. También lo fueron los presentimientos de alienación, del poder totalitario que habría de surgir de la democracia de masas, y de la decadencia cultural. En vano buscaríamos los efectos significativos de estas ideas y premoniciones sobre los intereses fundamentales de los economistas, politicólogos, psicólogos y etnólogos de ese período. Se los hallará, en cambio, en la médula de la sociología -transfigurados, por supuesto, por los objetivos racionalistas o científicos de los sociólogos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario